lunes, 30 de julio de 2012

CUARTA SEMANA EN AFRICA


Lunes 16 – 07 – 2012  

Comienza otra semana en Kisumu. Me levanto temprano, sin apremio cómo se hace todo en África mientras voy preparando mis cosas para salir temprano a Rota. En el camino, como es costumbre, voy cruzándome con la gente de la zona. Ya se ha hecho rutina intercambiar saludos en el idioma local. El cielo está nublado y una inusual brisa refresca mi piel bañada en sudor.

Luego de casi una hora de caminata por las plantaciones de maíz llego a Rota. En el dispensario, como era de esperarse, no hay nadie. Acá no es costumbre llegar temprano y se trabaja sin horario. Nuevamente me siento a esperar a que alguien más llegue y llene el silencio con sus palabras. Luego de varios minutos de espera aparece Benter, una de las Community Health Worker. Durante la siguiente hora nos dedicamos a matar el tiempo conversando trivialidades. La acompaño a buscar algunas cosas y cuando salimos su paso seguro se interrumpe abruptamente a mitad de camino y mirando hacia el cielo gris dice “Hoy va a llover. No, no será hoy, sino dentro de los próximos días” y yo la miro y mientras reanudamos nuestro andar espero que llueva pronto.

Cuando volvemos al dispensario ya hay un puñado de personas esperando para ser atendidos. Una vez adentro, nos encontramos con la Clinical Officer: Winifred, una mujer joven, alta, de cabellos largos y trenzados. Muy amable en el trato y siempre dispuesta a ayudar, sin embargo, hoy no se encuentra de buen humor y mientras ordena unas cajas en la farmacia me dice “No podremos trabajar juntos como habíamos acordado. Necesito que veas pacientes tú solo ¿Puedes hacerlo?”. Luego suspira ruidosamente y agrega “No llegará nadie más. Hay campaña de vacunación masiva para inmunizar a todos los menores de 5 años contra la poliomielitis así que somos sólo tú y yo”. No me queda otra cosa por hacer que aceptar su propuesta.

Las próximas cuatro horas pierdo la cuenta de la gente que va apareciendo. Tengo afortunadamente a alguien que traduce al inglés todo lo que los paciente me dicen en el idioma local. Al final de la jornada he visto más casos de sarampión en un día de los que muchos colegas en mi país verán a lo largo de toda su vida.

Son las 14:00 y estoy exhausto y sudoroso. Mis labios están secos y he olvidado traer conmigo algo de agua. Comienzo a preparar mi bolso y al salir me encuentro con una niña joven, con dos pequeños, uno de ellos visiblemente desnutrido. Benter resopla molesta “Se llama Evalyn, sus hijos están en el Programa de Nutrición y ella sabe que tiene que venir los días Miércoles pero se comporta cómo si nada le importase”. Resignado dejo mi bolso en el suelo y busco entre los archivos los registros de ambos pequeños. Al revisar me doy cuenta que la última vez que vino al dispensario fue en Abril. Desde entonces se la ha citado en incontables oportunidades pero no se presenta. Miro incrédulo a la madre quien esquiva mis ojos y le pregunto “¿Por qué no has venido antes?” y ella comienza a sonreír y sin devolverme la mirada responde “He estado muy ocupada. No tengo tiempo para venir siempre” luego, con una risa sonora agrega “He venido hoy porque necesito suplemento. No tengo comida para darles”. Intercambiamos miradas con la Community Health Worker y ella me dice “No me mire a mí doctor, esta niña es una irresponsable y yo no voy a darle más alimentos”. Mi mirada va a parar al pequeño en brazos, su nombre es Daniel. Está enflaquecido, con su barriga abultada y cubierto de barro. Durante los próximos segundos (que parecen una eternidad) me debato entre darle el suplemento o seguir el protocolo (si no sigo las reglas, desde el distrito cerrarán el Programa de Nutrición). Resignado le explico a Evalyn que debe ser responsable y que la vida de sus dos pequeños depende de la seriedad con la que ella asume los compromisos “Este Miércoles te voy a esperar y si vienes examinaré a los pequeños y les daré el suplemento que les corresponde”. Ella parece no estar entendiendo mis palabras. “Si no vienes. Entonces quiere decir que no te importa y los sacaré definitivamente del Programa ¿Entiendes?”. Entonces, Evalyn se pone de pie y comienza a reír estrepitosamente pero casi en seguida, su rostro se endurece y comienza a gritar en el dialecto local algo que no entiendo pero seguro son insultos. Benter me traduce “Dice que no piensa volver. Está ocupada y no puede perder el tiempo dos veces la misma semana”.

Me retiro cansado y agobiado porque no logro entender el funcionamiento de la medicina en África. El trabajo es empírico: todos los tratamiento antibióticos son sólo por cinco días, las dosis no son justas sino que aproximadas y muchas veces hay que recetar en cantidades menores a las indicadas porque la farmacia no tiene la suficiente cantidad como para dar más de un frasco por cada pequeño. Cuando termino de atender a los pacientes siempre me pregunto si habrán entendido bien las indicaciones o si comprenden mis intenciones.

Durante la tarde reflexiono acerca de las similitudes y diferencias de mi trabajo. Siento que mis actos son insignificantes en comparación con todas las necesidades que existen y lo poco que hago, lo hago a medias. Recuerdo que Andrew me dijo en el aeropuerto de Ciudad del Cabo antes de subirme al avión “Piensa que tú presencia en Rota ya es suficiente”.  Me voy a la cama tratando de incorporar a mi quehacer esa frase. ¡Cuesta tanto! Esa noche sueño con Daniel. Se ha muerto y es mi culpa. Me despierto sudoroso y el mosquitero me aprisiona el pecho. “¿Qué pasará con el pequeño si su madre no llega el Miércoles?”.

Martes 17 – 07 – 2012  

Hoy no quería escribir. Mi madre me aconsejó no hacerlo si los sentimientos que me rondaban eran oscuros. No voy a Rota. Con Francisca fijamos una reunión con Silas, nuestro referente local, con quién tenemos que resolver algunos asuntos que han salido a flote la última semana y que nos han tenido bastante distraídos.

Hay problemas con la casa. Compartir espacio físico con otras personas es siempre un acto de voluntad y tolerancia. Esto cobra mayor significado cuando la gente con la que vives es de otra cultura. ¿Qué haces cuándo las personas con las que vives manifiestan expresamente que te quieren fuera de su casa? ¿Cómo mantienes una convivencia sana cuando una de las partes se niega a dialogar? Africa Dream intenta en vano resolver estas diferencias pero las millas de distancia diluyen los esfuerzos y cada día que pasa me siento más y más aislado. Estamos buscando un nuevo lugar dónde quedarnos y espero que lo encontremos pronto.

Sumado a esto la idea de quedarme solo en África, sin la compañía de otro chileno, resulta insoportable. Me han dicho desde la fundación que llegarán dos voluntarias: la primera en Septiembre y la segunda en Octubre. Pienso en Juan Pablo que lleva meses en Sudáfrica solo y admiro su entereza. Sin duda tengo que aprender de él y no dejar que estas pequeñeces empañen la felicidad que llena mis días.

Miércoles 18 – 07 – 2012  

Mi día favorito es el Miércoles. El Programa de Nutrición me permite traspasar las barreras del idioma y trabajar con mayor independencia.

En el dispensario es otro día más. Los pronósticos de lluvia de Benter hoy parece ser que se cumplirán. El cielo está gris y las nubes amenazan con iniciar su concierto de truenos y relámpagos.

Los niños comienzan a llegar alrededor de las 10 de la mañana y no cabe más alegría dentro de mí cuando entre las madres diviso a Evalyn. Lejos de mostrarme indiferente le estoy inmensamente agradecido por haber traído a Daniel a Rota. Lo tomo en brazos y me sonríe. Es una sonrisa débil, casi imperceptible, pero me basta para saber que hoy, cuando vuelva a casa con los suplementos, se encontrará seguro. Cito a los pequeños para la siguiente semana esperando que Evalyn cumpla. Un sentimiento amargo me invade mientras la veo marcharse. Es seguro que no vuelva hasta dentro de unos meses cuando la vida del pequeño Daniel se esté extinguiendo nuevamente.

El resto de la mañana continúo con los demás pequeños. Algunos están mejor, otros no logran salir adelante. Nuevamente hay un egreso y dos ingresos. La dinámica no varía, son las mismas caras de cuencas profundas y miradas melancólicas. Cambian sus nombres pero sus menudas existencias parecieran formar parte de algo más grande, uniforme y colectivo. Es el hambre de África que tiene aspecto infantil, inocente y frágil. Es la historia de un problema que pareciera nunca acabar.


Los suplementos del Programa de Nutrición.

Los niños de Rota siempre sonríen.
Éstos últimos días caminando de vuelta a casa me ha ocurrido algo singular. Siempre a mitad de camino me encuentro con un puñado de pequeños de diferentes edades que me siguen para tocar mi mano. Cuando los alcanzo con mis blancos dedos parecen debatirse entre el miedo y la excitación y el verde valle se llena con sus risas nerviosas. Entonces reanudo mi camino. Al cabo de 20 minutos siento una presencia. Me doy vuelta ¡Siguen ahí! ¡Me han seguido todo el camino de vuelta! Me regalan sus sonrisas pero guardan cierta distancia. Es increíble la fascinación de estos pequeños por el color de mi piel.

Durante la tarde hablo con Consuelo sobre los problemas que hemos tenido recientemente. Es increíble que estando tan lejos podamos tener una comunicación tan fluida. Es gratificante saber que aún en la distancia, ella entiende lo que nos sucede y trabaja para encontrar una solución.

Al caer la noche llamo a mi tía Sandra para desearle un feliz cumpleaños. Escucharla al otro lado del teléfono es como tenerla aquí conmigo. La conversación es breve pero sólo bastan unos segundos para sentir su calor. Cierro mis ojos y caigo dormido imaginando la gran mesa de su casa llena de delicias dulces hechas por una de sus hijas, Alessandra, quién con tan sólo 20 años, cocina como una chef profesional.



Jueves 19 – 07 – 2012  

Hoy me desperté temprano. Francisca sale y entra al dormitorio. Está enferma desde ayer en la noche y sus carreras al baño no le dan respiro. Me levanto de la cama y al incorporarme algo extraño me sucede. Seguro es la ansiedad de tener que salir a buscar un nuevo lugar dónde vivir y no tener idea de por dónde partir.

Luego de varias conversaciones con Africa Dream decidimos buscar un nuevo lugar dónde vivir. El problema se presenta porque acá buscar una casa no es tarea fácil. El negocio inmobiliario es prácticamente inexistente y el precio no está dado tanto por las dimensiones del lugar o los servicios con los que cuenta, como por el color de la piel del interesado en rentarla. Sabemos que necesitamos alguien que nos ayude y Jay (como es costumbre) se ofrece a darnos una mano.

Llegamos a Kisumu por la mañana y nos ocupamos de nuestros asuntos en el banco y el supermercado. Cuando nos reunimos con Jay ya casi es mediodía. Nos tiene buenas noticias. Existen dos propiedades en renta, ambas con electricidad y agua. El valor es discutible pero nuestro amigo cree que puede conseguirnos un precio justo. ¿No es ésa acaso una habilidad indiscutible de los indios?

Mientras Jay habla en swahili con los propietarios nosotros esperamos pacientes. Cuando corta la comunicación nos sonríe y nos dice “Está todo listo. Las he conseguido a un buen precio. Podemos ir a visitarlas mañana temprano”. Con Francisca le damos un abrazo cargado de gratitud y le prometemos invitarle una cerveza al día siguiente.

Nos quedamos en la ciudad para comer algo y luego volvemos a Riat. “¿Tomamos un Tuk-Tuk?” me pregunta Francisca “No me siento bien. Creo que estoy enferma” y mientras volvemos a casa a saltos dentro del pequeño vehículo yo comienzo a sentirme fatigado. Llegamos a casa y ambos nos acostamos y pasamos durmiendo gran parte de la tarde. El calor y la humedad pisotean nuestros cuerpos y al caer la noche ambos estamos algo débiles. “Creo que todo esto es porque estamos preocupados por conseguir una casa” escucho la voz de Francisca desde la parte superior del camarote. “Seguro no es nada. Mañana cuando encontremos un nuevo lugar dónde vivir todo se resolverá”. Sus pensamientos son ciertos, pues ninguno de los dos logra conciliar el sueño y nos quedamos conversando hasta la madrugada. Afuera llueve furiosamente.

Viernes 20 – 07 – 2012  

Francisca sigue enferma. Ninguno de los dos durmió lo suficiente anoche pero estamos ansiosos por ir a ver los lugares que escogió Jay así que salimos rumbo a la ciudad. Cuando llegamos a Kisumu nuestro amigo no nos tiene buenas noticias. “Parece ser que una de las casas podrán verla recién el Lunes y la otra mañana” nos dice “Lamento haberlos hecho venir hasta acá” agrega y nosotros le damos las gracias de todos modos porque sabemos que no es su culpa. Nos despedimos, no sin antes dejarlo invitado para la noche.

Vuelvo a casa desanimado. Tengo tantas preocupaciones en mi cabeza que no he tenido tiempo para hablar con el Dr. Otedo y explicarle que entre la búsqueda de una nueva casa, el permiso para trabajar y el viaje a Nairobi será mejor que suspenda mis actividades en el KDH hasta Agosto.

En la noche salimos con nuestros amigos. Vamos a Green Garden. Todos parecen muy animados pero luego de media hora comienzo a sentirme muy mal. Estoy helado y un fino sudor moja mi frente. “¿Te sucede algo?” pregunta Francisca y yo me limito a asentir discretamente con la cabeza y luego desaparezco por unos 20 minutos. Encerrado en el pequeño baño del lugar vomito varias veces. Cuando salgo Francisca me está esperando. Le  cuento lo que me ha pasado y le pido que no le diga nada a nadie porque no quiero arruinar la salida.

El resto de la noche me la paso tomando agua. Llego a casa sintiéndome fatal. Sólo quiero dormir.

Sábado 21 - 07 - 2012  /  Domingo 22 - 07 - 2012 

El fin de semana me lo paso en cama. Los vómitos y la diarrea no me dan tregua. Me siento débil y no puedo salir de la cama. Nos han cambiado la fecha de las visitas a las casas nuevamente. Comienzo a preocuparme y todo eso empeora mi malestar.

He intentado escribir pero no tengo energías. El agua se acabó nuevamente y la que sale del pozo está demasiado sucia como para arriesgarme a utilizarla en estas condiciones. Francisca saldrá a la ciudad para comprar más agua. Mientras espero que regrese me termino la última botella y escribo estas líneas.

África no es para los sensibles escuché decir en varias oportunidades. Yo estoy convencido de que es una mirada errada que hay que cambiar. 

Este continente pide a gritos que su sufrimiento sea tomado en cuenta de verdad. Pide que occidente deje de entregar ayuda monetaria, la que inevitablemente termina siempre en el fondo de unos cuántos bolsillos. Pide que la hipocresía de los juegos políticos de quienes en América del Norte y Europa manejan los hilos de sus marionetas de ébano detengan la venta de armas a cambio de granos de café, hojas de té, diamantes y petróleo. 

África sí es para los sensibles, aquellos que aún lloramos su hambre, nos conmovemos con su pobreza y sufrimos con su injusticia.  Mientras pienso en esto en la tranquilidad de mi habitación, afuera la lluvia cae inclemente. África llora, una vez más. ¿La puedes escuchar?


Llueve fuerte sobre las praderas de Kenya.

lunes, 16 de julio de 2012

TERCERA SEMANA EN ÁFRICA

Lunes 09 – 07 – 2012  

Desperté bajo el mosquitero azul y en cuanto vi la intensa luz colándose por la ventana supe que me había quedado dormido. Caminé hasta el baño y lamenté no tener más tiempo para aprovechar el agua caliente que caía sobre mi rostro. Tenía que llegar a tiempo a la embajada de Chile para entregar mis documentos a Gonzalo Fernández, el cónsul de mi país en Kenya. Bajé las escaleras y en el comedor del hotel me esperaban Andrea y Francisca listas para partir. El tráfico es terrible en esta ciudad así que será mejor que nos apresuremos” sentenció Andrea y sí que estaba en lo cierto porque casi no llegamos a tiempo. Nos subimos al auto y mientras nos movíamos por Nairobi lamentaba haberme perdido el desayuno por culpa de mis hábitos de sueño.

A la mitad del camino, nos desviamos de nuestra ruta y estacionamos frente a un gran supermercado: Nakumatt. Andrea compró unos chocolates para agradecer la orientación prestada por la embajada, en especial por el cónsul, quién la ayudó con los problemas que tuvo con la visa al final de su estadía. Mientras esperaba para pagar por ellos en la caja, yo me quedé en los enormes pasillos entretenido con toda clase de productos que, en su mayoría, no había visto nunca antes.

La embajada de Chile queda en un sector de Nairobi llamado Riverside Drive, que destaca por sus bellos jardines y por las enormes casonas que alojan a distintas embajadas. A medio camino, hacia la izquierda, nos encontramos con un cartel blanco que lleva escrito “Chilean Embassy” con letras rojas como los pétalos del copihue.

Hemos llegado. En la entrada un guardia de seguridad nos pregunta si tenemos una cita. Luego de anunciarnos, desaparece y regresa al cabo de unos minutos: el cónsul se ha marchado antes de lo previsto y nos informa de la situación sin abrirnos la enorme puerta de metal. Preguntamos si es posible dejar unos papeles con la secretaria y finalmente nos deja entrar. Una hermosa casa de mediados del ciclo pasado aparece ante nuestros ojos. Caminamos por un bello jardín celosamente cuidado y empujamos la gran puerta de madera. Nos invitan a tomar asiento y esperamos en una sala de estar. La decoración es sobria y los blancos muebles se reflejan sobre el piso de parquet. En una mesa dispuesta al centro de la habitación, un especial de Nicanor Parra del diario The Clinic espera paciente por alguien que se interese en sus páginas repletas de antipoesía. A mi izquierda, un ventanal ofrece una vista al imponente patio trasero. Al cabo de unos minutos una bella mujer de color nos da la bienvenida calurosamente. “Es la secretaria del embajador” me susurra Andrea y mientras le explicamos los motivos de nuestra visita nos cuenta que el cónsul no ha podido esperarnos, pero que el embajador se encuentra en su despacho y sin dejar de sonreír nos pregunta si queremos conversar directamente con él y la seguimos al segundo piso.

Konrad Paulsen, el embajador de Chile en Kenya, es de esas personas que quedan grabadas en la memoria. Cálido en el trato, nos da la bienvenida y nos invita a tomar asiento. Su entusiasta personalidad llena con suficiencia la enorme habitación y durante los siguientes 15 minutos las palabras salen disparadas de su boca en una ráfaga de balas, una inmediatamente tras la otra, cómo si se tratase de una potente metralleta. Es difícil seguirle el paso, pero muy entretenido e interesante. Nos despedimos y nos invita a volver.

Nos vamos ahora al centro de Nairobi. El tráfico no mejora y terminamos almorzando alrededor de las 16:00 así que comemos sendas hamburguesas y volvemos al hotel para descansar un poco.

En la noche salimos a comer. Andrea más callada que de costumbre observa la calle a mis espaldas y sus verdes ojos se pierden entre el los cientos de autos. Puedo advertir que ha estado llorando, pero respeto su silencio y con Francisca intentamos decir algo estúpido que resulte gracioso para ganar su atención y al ver que nos da resultado sonreímos satisfechos con una copa de vino chileno en la mano. La vuelta al hotel es silenciosa. Nadie quiere quebrar el delicado equilibrio de ese momento con sentimentalismos. Nos damos las buenas noches y nos metemos en nuestras respectivas habitaciones. Cada uno absorto en sus propias cavilaciones: Andrea pensando en lo difícil que será volver a Chile, Francisca conciliando la idea de que le quedan sólo unas semanas en África y yo, asustado ante el inminente desafío de quedarme solo en este lejano continente.


Con Francisca y Andrea disfrutando los últimos momentos juntos


Martes 10 – 07 – 2012  

El cielo estaba nublado. Me desperté más temprano de lo usual. Cuando miré la hora, el reloj marcaba las 07:12 y si bien no quería perderme nuevamente el desayuno, la razón de mi ímpetu por levantarme de la cama no era ésa, sino un mosquito que había entrado en mi mosquitero y el agudo sonido del batir de sus alas me obligó a salir de ahí. Me senté en el escritorio al frente de la cama y comencé a escribir.

Cuándo bajé a tomar desayuno pude darme cuenta que los demás dormían. El intenso sabor del chocolate caliente me despertó y me reí entre dientes cuando me sirvieron mango y tostadas con tortilla española. ¡Que delicia! Luego subí a mi habitación, me bañé con agua caliente conciente de que pasaría mucho tiempo de ahora en adelante, bañándome con cubetas de agua fría. Preparé mi equipaje y nos reunimos con las niñas en el comedor.

Camino al aeropuerto nadie dijo nada. No creo que ninguno pudiese adivinar lo que estaba pasando en el interior de Andrea en ese momento. Aún no lo se y probablemente seguirá siendo un misterio que se me develará cuando cumpla mi propio proceso el año entrante. Seguro África caló profundo en su corazón y marcharse debe ser muy difícil. Cuándo estás acá comienza a cambiar en tantos sentidos tu manera de ver las cosas, que el choque al volver debe ser incluso más fuerte. Nos abrazamos por un período breve. Andrea no es buena con las despedidas y lo repitió en incontables oportunidades esta semana. La vemos desaparecer entre la gente y nos quedamos esperando para asegurarnos que no hay problemas con su equipaje. Al cabo de unos minutos estamos en al auto encerrados en el tráfico de Nairobi por tanto tiempo que tardamos horas antes de poder comer algo.

Luego de comer dejamos atrás los grandes rascacielos de la capital, el asfalto se interrumpe violentamente y nuestro auto deja una estela de polvo rojo. Kenya está frío y nublado, parece lamentar la partida de esta chilena que entregó un año de su vida para trabajar por la gente de la provincia de Nyanza. Esa tarde no hay sol y sin embargo, la belleza de los valles sigue siendo abrumadora. Son ocho interminables horas de viaje. No me lamento porque se que en bus serían muchas más y en condiciones muy incómodas.

Llegamos a Kisumu pasada la medianoche. Nos abrazamos con Jay y Agu que nos han acompañado a dejar a nuestra amiga. Permanecemos de pie junto al auto en silencio porque sobran las palabras y el peso de su ausencia aplasta nuestros cuerpos cansados y se condensa en el aire haciendo que las palabras se atoren en nuestras bocas y caigan a ese oscuro lugar dónde va a parar todo lo que por miedo, vergüenza o tristeza no se dice.

Entro en la casa, me desplomo en uno de los sillones de la sala de estar y puedo sentir cada fibra de mi adolorido cuerpo. Busco mi computador y espero encontrarme con algún correo electrónico que me inyecte energía para lo que se viene ahora. ¡Nada!. Mi correo está vacío y una mezcla de rabia, tristeza y frustración tensa mis cansados músculos y me llena de abatimiento. Me voy a la cama sabiendo que no pegaré ni un ojo en toda la noche. Y no me equivoco.

Entonces, en la mitad de la noche, me doy cuenta de que me he convertido en parte de esa África que nadie recuerda, la que no despierta el interés más allá de sus costas, la que se enferma de cólera en Somalia, la que sangra en Sudán del Sur, la que muere de sida en Zambia. Mi rabia se va apagando poco a poco, recuerdo mi vida en Chile y cómo antes de tomar la decisión de venirme yo formaba parte de esa masa que lo ignora todo, que no quiere saber lo que sucede más allá de sus narices, especialmente si la realidad que hay cruzando los océanos, perturba la frágil comodidad de sus vidas. Sonrío, contento de haberme  unido a los millones de africanos que a pesar de todo el sufrimiento, siempre sonríen en las calles, cantan a sus muertos y bailan sus penas. Poco a poco se esfuma la frustración inicial y da paso a la satisfacción de entrar en el espiral del olvido de esta hermosa tierra. Me duermo con la convicción que a eso vine, a empaparme de África y si eso quiere decir que dejo de estar presente en los pensamientos de algunos de los que he dejado al otro lado del Atlántico ¡Bienvenido sea!

Miércoles 11 – 07 – 2012

Cuando sonó el despertador quería seguir durmiendo. No había descansado lo suficiente y mi cuerpo aún resentía el largo viaje del día anterior. Salí de la cama y al llegar al baño recordé que el agua del pozo se había acabado. “Tendré que bañarme en la tarde” pensé y me reí de la situación. Ni siquiera tenía agua para lavarme la cara. Entonces recordé que había comprado agua mineral y que me quedaba algo en la botella. Me mojé el pelo y me lavé los dientes con la poco agua que tenía y salí de casa sin siquiera mirarme al espejo. ¡Qué sensación más liberadora despojarse de la inútil vanidad!

Crucé la línea del tren y luego la carretera. Mientras caminaba trataba de recordar todos los consejos que Andrea me había dado la semana anterior. Esperé pacientemente el matatu hasta que apareció (para que entiendan cómo funcionan estos pequeños buses les voy a contar que mientras el conductor está preocupado de manejar, otra persona se sienta en la puerta de atrás y es quién sube a los pasajeros, los acomoda en el reducido espacio y cobra el pasaje). Sabía que el costo del recorrido desde mi casa a Kisian Junction eran $30 chelines kenianos pero no me extrañé cuando el hombre que transa el valor del pasaje intentó cobrarme $50. Después de todo soy mzungu y muchos más intentarán sacar ventaja del color de mi piel. Me mantuve firme en el valor oficial y finalmente pactamos mi precio. Me subí orgulloso de mi primer éxito en el plano de los negocios.

Me bajé en Kisian y caminé por el mercado. Aún tenía la amargura de la noche anterior dentro de mí y justamente pensaba en eso cuándo alguien sorpresivamente tomó con fuerza mi mano izquierda. Miré hacia abajo y era un pequeñito de unos 5 años descalzo que me miraba con sus grandes ojos oscuros y con una sonrisa que podría haber comprado el mundo entero me dice “Mzungu how are you?”. Le devolví la sonrisa instintivamente y caminamos de la mano por entre los puestos de fruta unos 10 metros. Cuando me doy cuenta de que no tiene intenciones de separarse de mí, busco con la mirada entre la gente al adulto que se supone es responsable del pequeño. Aparece una niña un poco más grande, seguro su hermana. Me arrodillo y lo abrazo agradecido porque después de su dulce tacto que no conoce límites, se que el resto del día será excelente.

El sol de la mañana colándose por el follaje.

Los niños de Rota siempre posando para la foto.

Llego a Rota y entro en el dispensario. Las puertas están abiertas pero un silencio sepulcral llena la pequeña estancia, sólo interrumpido a ratos, por el batir de alas de los murciélagos que me observan desde su rincón preferido entre las planchas de uralita. “¿Dónde están todos?” me pregunto y al comprobar mi reloj veo que aún no son las 9:00 de la mañana y recuerdo que Andrea me advirtió que acá nada funciona temprano así que me siento a esperar. Por la ventana entra una suave pero refrescante ráfaga de viento. Pasa más de media hora antes que comiencen a llegar los demás.


Esperando a que lleguen los pequeños del Programa de Nutrición.
Me traslado hacia la otra casa. Parto mi mañana recordando cada pequeña acción de Andrea la semana anterior y cómo una se sigue de la siguiente para crear la rutina que da vida al Programa de Nutrición. Entonces comienzo sacando la tabla de madera dónde están dibujados los centímetros, la desmonto y la armo sin apremio, luego reviso la balanza y la calibro, saco la cinta medidora para chequear el diámetro de las extremidades y finalmente busco las fichas. Cómo Andrea me enseñó reviso el último control de los niños que están citados para hoy: 5 desnutridos moderados y 1 desnutrido severo. Deseo que dejen de ser números. Deseo llamarlos por sus nombres y conocer sus historias pero entiendo que el proceso es lento y que debo ser paciente.

Durante las próximas cuatro horas controlo y examino a siete pequeños, doy de alta a uno, pero ingreso a dos y me doy cuenta de que así será durante el año. El pobre acceso a los alimentos es la principal razón por la que los niños de Rota vuelven a perder peso y es así como algunos contraen el SIDA en esta etapa, porque sus madres enfermas prefieren traspasar el virus a través de la leche antes que verlos morir de hambre. Cuando termina la jornada el reloj marca las 13:40. Es hora de regresar a Riat.

El sol inclemente me espera y compruebo que el camino de vuelta a casa es siempre más largo. Llego cubierto de sudor a la carretera. Intento en vano buscar algo de sombra y pasan varios matatus en mi camino. Todos intentan cobrarme más de lo que sale el pasaje y ante mi negativa siguen su camino hacia la ciudad. Mi piel hierve bajo el sol hasta que alguien acepta cobrarme lo que es justo y me voy en un matatu repleto de gente. El olor dulzón de los cuerpos caldeados impregna el escaso aire tibio en el interior. Pienso que África huele a sudor, a pescado podrido, a mango y papaya, huele a enfermedad y a sangre coagulada pero por sobre todas las cosas huele a vida.

En la tarde hablo con Consuelo Voigt, directora ejecutiva de Africa Dream, pero por encima de todo eso, una amiga en esta travesía. Discutimos mis primeras impresiones y comenzamos a trazar líneas para planificar qué dirección tomarán las cosas este año. Hay mucho que hacer. Me voy a la cama feliz por mi primer día de trabajo en Rota.

Jueves 12 – 07 – 2012 

Hoy fue mi primer día en Kisumu District Hospital. Llegué temprano porque debía hablar con el Dr. Kwambai quién contra todo pronóstico se encontraba en su despacho. Entro y guardo silencio sentado frente a su escritorio. Se encuentra afanado buscando mis documentos (los mismos que dejé hace una semana atrás luego de intentar contactarlo personalmente en dos oportunidades). Observo sus movimientos y en medio del caos reinante veo encima de una pila de papeles al otro lado del escritorio lo que está buscando y se lo alcanzo. Me sonríe brevemente, pero inmediatamente cambia su expresión y sin mirarme me pregunta en un inglés algo difícil de seguir “¿Dónde está su permiso para trabajar en Kenya?” Le explico que estoy al tanto de la existencia de dicho documento pero para tramitarlo debo viajar a Nairobi y pagar una importante suma de dinero por lo que antes de iniciar los trámites quería conocer su impresión. El rictus de su rostro se suaviza levemente y agrega “Bueno. En ese caso puede comenzar sus rotaciones pero no olvide que debe tener el permiso si quiere permanecer un año con nosotros” y luego de eso se despide y vuelve a sus asuntos sin detenerse a esperar una respuesta.

Salgo de la oficina algo molesto con la idea de tener que pagar una suma cercana a los $100.000 pesos chilenos para poder trabajar en Kenya cuando se que no cobraré por mi trabajo y he llegado desde tan lejos sólo para prestar mi ayuda. Pero las reglas, son reglas y es mejor seguirlas, por muy en desacuerdo que esté con ellas.

Me presento ante el Dr. Otedo quién me recuerda perfectamente y le pide a una de sus asistentes que me lleve hasta el Ward 2 dónde funciona pediatría. “Bienvenido al KDH. Estoy seguro de que aprenderás mucho.” . Entonces apoya una de sus manos sobre mi hombro izquierdo y me asegura que el permiso puede esperar y que de momento, no debo preocuparme por ello. Me retiro agradecido por sus palabras.

Paso el resto de la mañana caminando entre 30 camas dónde se disponen 80 pacientes. En la primera de las tres habitaciones que componen el Ward 3 un grupo de unas 14 personas se conglomeran alrededor de una pequeña. Como todos los Jueves preside la visita la pediatra (única en toda la provincia de Nyanza). Se trata de una mujer enorme pero muy dulce. Es obvio que ama la docencia, se le escapa por los poros y cuando nuestros ojos se cruzan me invita a acercarme y me presenta con los estudiantes para Clinical Officer que se encuentran haciendo su internado luego de tres años de estudio. La pequeña tiene cuatro años y está evidentemente enferma. Su abdomen abultado deja en evidencia un hígado y un bazo tan grandes que se dibujan en su lustrosa y pálida piel. La doctora toma en sus manos un examen de laboratorio y espera por alguno de sus alumnos hasta que un valiente de la primera fila coge la hoja y en voz alta menciona los valores de un hemograma evidentemente alterado sin saber explicar el significado oculto tras esos números. Entonces ella sonríe y clava sus ojos en mí “¿Doctor?” y siento que mis mejillas se encienden mientras repaso los números meditando que esos valores, en África y en Chile significan lo mismo. “La paciente tiene una anemia normocítica normocrómica. Considerando su estado actual probablemente se trate de una anemia aguda sobre una anemia crónica. Pero para estar seguros habría que pedir un conteo de reticulocitos” y los segundos se hacen eternos antes de ver su reacción. “¡Muy bien doctor!” me dice regalándome otra de sus sonrisas. Suspiro agradecido de que las palabras en mi profesión sean en su mayoría derivadas del latín. La paciente ingresó muy débil, con sus ojos teñidos de un amarillo opaco y según comentó la madre, lleva sangrando por la orina un par de meses. El diagnóstico presuntivo es esquistosomiasis urogenital. Mientras nos alejamos de su cama pienso en las clases de parasitología olvidadas en algún rincón de mi memoria y en lo mucho que tendré que estudiar por la tarde.

Durante las próximas dos horas caminamos por la sala y el escenario es desalentador. Antes mis ojos un niño de 10 años se contorsiona en un horroso opistótonos por culpa del tétanos y a unos metros de ahí aún puedo escuchar cómo se queja por culpa de los fuertes calambres. Tan sólo a dos camas de distancia un pequeño con Síndrome de Steven-Johnson por culpa de la Nevirapina (antirretroviral utilizado en los pacientes con SIDA) me sonríe con su boca abierta como una flor carnívora y yo trato de devolverle la sonrisa pero mis ojos delatan mi preocupación "Tranquilo. Él está mucho mejor ahora" me comenta la pediatra que seguro adivinó mis pensamientos y mientras caminamos a la siguiente habitación yo no quiero ni imaginar cómo lucía antes. La última sala es de los niños más complicados, aquí una pequeña que aún no cumple el año se apaga lentamente. La doctora lo sabe, la mamá lo sabe, incluso yo mismo lo se y puedo ver a la muerte sentada en la cabecera de su cama. Camino y me entero de que otro pequeño de 7 años con una neumonía persistente no responde a ningún tratamiento porque tiene SIDA, los exámenes confirmando las sospechas llegaron esta mañana, nadie dice nada, es uno más que enrola la interminable lista de casos. Finalmente en una cama 2 niños con marasmus y un pequeño con kwashiorkor luchan desesperadamente por sus vidas.

Antes de irme la doctora me lleva a una última cama. En ella hay dos pequeños del mismo tamaño. Uno luce muy saludable y el otro muy enfermo, su piel está edematosa, seguro se trata de un desnutrido severo. “¿Qué le parecen estos hermanos?” me pregunta. Le doy mi impresión y agrega “¿Cuántos años cree usted que tienen estos niños?” y calculo que menos de un año. Entonces sin dejar de sonreir me explica “Efectivamente el más pequeño y saludable tiene 8 meses pero su hermano enfermo tiene más de 2 años y luce del mismo tamaño”. Yo quedo atónito, nunca se me ocurrió pensar en la posibilidad de que no tuviesen la misma edad. Entonces la pediatra me explica que eso pasa siempre acá. La madre da pecho hasta que se embaraza y debe alimentar al más pequeño mientras ve cómo el hermano mayor se va consumiendo lentamente sin alimento.

Salgo con el alma pesando varias toneladas más. Entonces veo la hermosa sonrisa de Francisca que me viene a buscar “¿Cómo estuvo tu primer día en KDH?” y doy las gracias que esté ahí para contagiarme algo de su alegría. Almorzamos en Green Garden y volvemos a Riat.

Paso el resto de la tarde estudiando. Tengo mucho que leer y será mejor que me ponga a al tanto cuanto antes.

Viernes 13 – 07 – 2012  

No me acostumbro todavía a despertar temprano. Sin bien lo hago a diario, mi despertador se activa a las 06:30 de la mañana pero es una tarea titánica salir del mosquitero. En cuánto el agua helada toca mi cuerpo me despierto y comienzo a funcionar. Afuera está claro pero debo encender una vela para moverme en la oscuridad del baño. Me visto y luego viene la rutina del bloqueador solar y el repelente. Abro el refrigerador y el bidón con agua del pozo subterráneo sigue intacto. Francisca tuvo disentería en dos oportunidades el año pasado habiendo clorado esa agua y me bastó beber un sorbo hace unos días atrás para no querer hacerlo otra vez.

Cojo el bolso que me dejó Andrea para llevar mis cosas y mientras camino al matatu me repito varias veces “Debo comprar agua” para pasar al mediodía al supermercado o de lo contrario un día de estos terminaré deshidratado. Entonces, el cielo se cierra y comienza a llover. Vuelvo corriendo a casa por mi chaqueta y estoy deseando que se trate del diluvio universal porque nada me haría más feliz que volver a tener agua de lluvia en nuestro pozo.

Me bajo en Agha-Khan y camino hacia el hospital, hace calor y mientras todo el mundo trata de refugiarse de la lluvia yo camino feliz por el medio de la calle empapándome mientras tarareo las canciones de mi iPod. Seguro deben pensar que este mzungu está loco de remate.

Llego al KDH y entro directo a pediatría. Son las 08:00 y no hay nadie. Mientras camino por las camas las madres y sus niños me siguen con las miradas. Me detengo en la cama de Daisy, la pequeña que llegó hace dos días y reviso su ficha. Está listo el examen y se confirma la sospecha de la pediatra: hay parásitos en la orina. La pequeña está recibiendo Praziquantel y mientras chequeo sus signos vitales compruebo que está mejor y al apartar la vista de su historial médico me doy cuenta de que lleva un par de minutos observándome. Nuestros ojos se encuentran y sus mejillas se ruborizan mientras me regala una tímida sonrisa. Le cojo la mano y ella la mira con detención y murmura despacio “Odiero” que significa blanco en luo, su dialecto. Yo me acerco y le respondo “Rateng” que significa negro y entonces abre sus grandes ojos y su boca forma una perfecta circunferencia para luego romper en carcajadas porque de seguro no esperaba que además de kiswahili, entendiera algo de luo. Me siento a su lado y comienza a rascar la palma de mi mano izquierda con insistencia y le pregunta algo a su mamá, quién intercambia una mirada llena de significado con la otra mujer con la cual comparten la cama y ambas ríen de buena gana “¿Qué es lo dice?” le pregunto, y ella me explica que la pequeña quiere saber cuánto tiempo más debe rascar mi mano para ver la piel negra oculta bajo la capa de pintura blanca y entonces ese rincón de la sala se llena con nuestras risas.

Las enfermeras comienzan a llegar a las 08:30 y pasa otra hora más antes de que aparezca el primer interno. Todos me ignoran y me siento en una banqueta algo aburrido hasta que uno de ellos se acerca para intercambiar impresiones sobre Daisy, pero al cabo de un minuto se aleja y nuevamente me siento solo. Me pregunto cuánto tiempo tendrá que pasar para sentirme parte de este hospital y para que ellos dejen de mirarme cómo si fuera un extraño objeto que alguien dejó ahí por error. Los viernes no hay Medical Officers, sólo están los practicantes para Clinical Officers y entonces entiendo por qué llegan todos tan tarde. Me doy por vencido, guardo mis cosas y salgo de ahí rumbo a Nakumatt para comprar agua. Afuera el sol aparece, miro hacia arriba y ya no hay rastro de las nubes que me regalaron la lluvia matinal ¡Que decepción!

Camino por la arteria principal de Kisumu y paso a ver a Jay que tiene su tienda en el centro de la ciudad. Se me quedó la cámara fotográfica en su auto cuando hicimos el viaje a Nairobi y paso por ella. Cómo es su costumbre Jay me ofrece té y yo, para variar mojado en sudor, le agradezco su gesto pero me niego a beber cualquier líquido caliente con este calor de los mil demonios. Me mira, coge su té hirviendo, bebe un sorbo y se ríe. Nos despedimos y acordamos vernos dentro del fin de semana.

Quedo con Francisca al mediodía en The Laughing Buddha y compartimos un humus con pan que está delicioso. Luego de almorzar nos reunimos con Silas para hablar de varios temas: las voluntarias nuevas, el cambio de casa en Octubre y el futuro de Street Youth. Luego de dos horas hemos concluido una provechosa mañana.

Ahora ya son las 18:00 y me vence el sueño. Dormiré porque por la noche quedé en reunirme con mis amigos en Skype. Será la primera vez que nos veamos desde aquel día en el aeropuerto. ¡Que emoción! No dejo de pensar en que mañana es Sábado y pienso dormir hasta caer solo del camarote.

Sábado 14 – 07 – 2012  

¿Qué sucede los fines de semana en una ciudad perdida al interior de Kenya? La respuesta podría sorprender a muchos porque Kisumu tiene mucho que ofrecer. Sin embargo Francisca y yo decidimos que hoy no saldremos.

Estábamos sentados en la sala de estar con el sudor cubriendo nuestras frentes y la idea de quedarse en casa comenzó a resultar insoportable. El calor caldeaba los cuerpos, el aburrimiento pesaba sobre nuestros hombros y los mosquitos comenzaban a revolotear fanfarronamente sobre nuestras narices. “Necesito hacer algo” me dijo Francisca con una expresión en su rostro que se acercaba más a la súplica que a la determinación. ¿Vamos a la ciudad?” me propuso y no pude negarme.

Tomamos un matatu rumbo a Kisumu mientras el sol se escondía en el horizonte y más allá de las verdes plantaciones de té el cielo crepuscular liberaba su propia batalla en medio de truenos y relámpagos. Al caer la noche Kisumu tiene un encanto particular: las calles son más amplias, el comercio menos caótico y las cigarras ofrecen su concierto de cámara, llenando con su canto todos los rincones. Nos bajamos y caminamos por la arteria principal de la ciudad, entramos en Nakumatt (el supermercado más grande acá) y compramos macadamias, tortillas de maíz y varios litros de agua. Salimos de ahí y negociamos con un vendedor ambulante que tenía muchas películas para ofrecer, optamos por la comedia y volvemos en un Tuk-Tuk a casa.

Esa noche fue de películas y de largas conversaciones. Es una fortuna tener a Francisca conmigo porque sin ella África sería diferente. Pienso que se va y que nuestra reciente amistad quedará como un poema inconcluso. Un sentimiento similar despierta en mí Andrea, a quién no pensé que llegaría a extrañar tanto considerando que tan sólo compartimos unos días. Pienso en todo esto y creo que cuando estás en África las experiencias se viven en el carril más rápido de la carretera y todo esos sentimientos contenidos en tu interior suben a la superficie, dónde se vuelven tangibles.

Domingo 15 – 07 – 2012 

Como es habitual los Domingos comienzan de madrugada y no con el trinar de los pájaros sino con el estrepitoso sonido del megáfono que anuncia el comienzo del culto. Me arrastro bajo las sábanas de la cama buscando desesperadamente mi iPod. Si he de escuchar algo no será el anuncio del fin de los tiempos en kiswahili. ¡Eso está claro!  

Me despierto pasado el mediodía y sonrío con arrogancia hacia el templo dónde siguen los desgarrados gritos de los feligreses que se arrepienten de sus pecados mientras yo me arrepiento de no haber dormido más horas.

Es la hora de almorzar. Francisca y yo hemos hecho una excelente dupla en la cocina (claro que si consideramos que nuestra alimentación se basa principalmente en ensaladas, el mérito es discutible). Sin embargo, he descubierto que no sólo puedo cocinar carne de soya, sino que me gusta mucho así que estoy seguro que con mi amiga Loreto (vegetariana fundamentalista) prepararemos sabrosas recetas para que ella pueda disfrutar sin culpas.

En la tarde cada uno se ocupa de sus asuntos. Francisca  escribiendo para su blog y yo estudiando y descansando la pluma por unos días. Cuando cae la tarde Jay y Agu nos invitan a ir a la ciudad por unas copas de vino y terminamos en Salazar, un restaurante fusión entre comida india y china. Sigo intentando acostumbrarme al picor de las cosas pero es muy difícil. Seguro que cuando vuelva a Chile mis papilas gustativas estarán completamente inservibles.

Cae la noche y ya en mi mosquitero caigo en cuenta de que es mi tercera semana en África. Queda tanto camino por recorrer y ya siento que ha transcurrido una eternidad.  Deber ser porque acá vives tantas experiencias nuevas que los minutos se convierten en horas y los días en semanas. Mientras pienso en eso voy dejando que los grillos me canten una canción de cuna, a cabo de unos minutos, ya estoy durmiendo.

lunes, 9 de julio de 2012

SEGUNDA SEMANA EN ÁFRICA

Lunes 02 – 07 – 2012 

El reloj marcaba las 9:30 y yo nuevamente no reconocía el lugar dónde me encontraba, hasta que a través del mosquitero pude ver a Andrea que me miró y con esa gran sonrisa tan característica de ella me preguntó “¿Cómo dormiste?”. Contra todo pronóstico la respuesta fue un entusiasta y chileno “¡La raja!” porque había pasado toda la noche durmiendo sin problemas.

La casa de nosotros es una vivienda sólida que, aunque no tiene saneamiento básico completo, es mucho más de lo que la mayoría de quienes viven en el sector podría aspirar a tener. Cercada en todo su perímetro por una gran valla metálica, cuenta con un gran patio que la rodea y en dónde existen plantaciones de maíz en medio de una espesa vegetación. Si caminas hasta el fondo puedes ver dos cubículos dispuestos uno junto al otro: son la letrina y la ducha y si caminas 10 metros encuentras un gran pozo dónde se acumula el agua de lluvia. Todas las puertas y ventanas se encuentran enrejadas. En el interior existen tres habitaciones, una cocina, una sala de estar y dos baños (aunque no creo que alguno de ustedes ocuparía esa palabra para denominar estos pequeños espacios).


Mi casa en Riat


Me levanté y Francisca se encontraba lavando ropa en el patio de nuestra casa. Fui directo al baño y a la luz del día pensé ¿Dónde me he venido a meter?”. El baño de la casa es un cuarto separado por un tabique, las paredes son de concreto y tiene dos pequeñas ventanas por dónde no entra mucha luz por lo que, no importando si es de día o de noche, está siempre en penumbra. Considerando la gran cantidad de mosquitos, arañas y hormigas, tal vez es mejor que se mantengan fuera de mi vista en medio de la oscuridad. Uno de los compartimentos es un pozo séptico cerrado que se abre hacia afuera cómo un baño occidental (con mucha imaginación y optimismo) pero éste, no tiene agua en su estanque para tirar la cadena. El otro compartimento, más estrecho, es ocupado para lavarnos. Todas las mañanas recolectamos agua del pozo que queda dentro del jardín en varias cubetas qué debemos poner bajo el chorro de agua con un colador para dejar fuera a los gusanos que proliferan dentro del estanque. Luego, llenamos un gran recipiente de plástico, mientras que otro recipiente mucho más pequeño es dispuesto al centro de este mismo compartimento para qué nos metamos dentro y mientras nos lavamos con baldes de agua fría, el agua que se acumula con cada baño en nuestros pies sea reutilizada para poder tirar la cadena. Mientras ocupaba por primera vez el baño pensaba “Te acostumbrarás a esto en algún punto. No te preocupes”.



Luego del baño Andrea y Francisca me esperaban con una taza de té. Afuera ya comenzaba a hacer mucho calor y no había pasado más de 30 minutos de mi primer baño en Kisumu, cuándo una capa de sudor fino ya cubría todo mi cuerpo. Era aún temprano y nos apresuramos para salir de casa. La idea era ir temprano a la ciudad para aprender  a utilizar el transporte y a moverme con facilidad para todos lados por mi cuenta.


Cuándo sales de las inmediaciones de la casa y tomas contacto con Riat la historia es otra. El fuerte ruido del portón metálico cerrándose a tus espaldas pareciera presagiar el duro choque con la realidad local. No existe sistema de alcantarillado, por lo que todas las viviendas (incluida la nuestra) se encuentran rodeadas por surcos de 50 a 60 centímetros de profundidad dónde se acumula agua estancada (el principal motivo por el cual la malaria no ha sido erradicada en esta zona), fecas, orines y basura (existe la costumbre de botar todo a la calle). En épocas de lluvia, el agua desborda estos recolectores y las letrinas (la mayoría construidas de manera incorrecta) rebalsan su contenido alcanzando las inmediaciones de las casas y ocasionando un aumento considerable de cólera y fiebre tifoidea.

Caminar por Riat durante la mañana con el sol caldeando el sudor de la piel es una experiencia única por cierto, aunque no estoy seguro si la calificaría como placentera. Para tomar uno de los medios de transporte de acá rumbo a Rota hay que abrirse camino por un terreno baldío, repleto de charcos de agua estancada dónde revolotean insectos alados de todas clases y mientras sorteas los diferentes obstáculos el olor dulzón de la podredumbre penetra por tus fosas nasales hasta quedar impreso en tu corteza cerebral. Si logras llegar al final entonces cruzas la línea del tren y alcanzas la carretera.

Cuándo uno habla de medios de transporte se imagina automáticamente micros, buses y taxis ¿Cierto? Bueno pues les pido que mantengan sus opciones en un rango de posibilidades más amplio si es que quieren trasladarse por las polvorientas calles de Kenya porque acá la manera de trasladarse es algo realmente peculiar. Podemos decir que existen cuatro tipos de transporte, que de lo más barato a lo más caro son:

·        Matatu: Es el más masivo y el equivalente a la micro o el bus en Chile. Son combies de ésas que tanto le gustan a mi amiga Loreto. Autos más bien pequeños, con tres filas de asientos dónde originalmente caben 12 personas pero pueden llegar a caber más de 20 si el conductor se lo propone ¿Cómo? Muy simple, sólo ponen unas tablas de madera para que el espacio entre los asientos se convierta en otro lugar dónde sentar más pasajeros. ¿Qué pasa con la policía local? El conductor los soborna con algo de dinero y sigue su ruta. Es el que más he ocupado hasta el momento.

·        Bora-Bora: Son unas bicicletas que por una pequeña suma de dinero te transportan de manera poco segura a tu destino final (si es que no te atropellan en el camino). Dudo que lo ocupe.

·       Tuk-Tuk: Es el segundo medio más utilizado y el equivalente a los taxis en Chile. Son unos vehículos de tres ruedas con un asiento trasero techado dónde caben hasta 4 personas. Nuevamente pueden ser hasta 6 si el conductor quiere. Tienen sólo un espejo en el lado del conductor y son algo inestables. Lo he ocupado un par de veces.

·          Piki-Piki: Son motocicletas pequeñas. He visto algunas con hasta 2 pasajeros adultos o 3 cuándo son niños los que se transportan. Si bien es una manera rápida de llegar a tu destino final, los conductores son algo insistentes y se agrupan en pequeños guetos lo que hace muy difícil negociar con ellos porque todos comienzan a hablar al unísono y al final no entiendes nada. Algún día lo ocuparé.

Fuimos en un matatu rumbo a Kisumu. En el camino a la ciudad se puede divisar un sector mucho más pobre que Riat, a la izquierda de la carretera, rodeado por éstos recolectores llenos de agua, estiércol y orines, dónde se ve cómo algunas personas sacan agua o incluso bañan a sus hijos ahí (averiguaré el nombre del lugar). Al cabo de 10 minutos en matatu ya estábamos en la ciudad.

Kisumu de día es caótica y activa. El sol derrite las polvorientas aceras plagadas de tiendas de todo tipo mientras que sobre las veredas prolifera toda clase de comercio ambulante. Acá la economía es manejada por los indios que llegaron desde Asia para quedarse, cuando aún el país era colonia inglesa, por lo que no es infrecuente verlos caminar por la ciudad. Nuestra primera parada fue el banco y pude comprobar con gran alivio que mi tarjeta funcionaba sin problemas. Luego fuimos a un lugar llamado Green Garden dónde comí un plato delicioso (claro que para disfrutarlo hay que ignorar el hecho de que las ratas pasean libremente por encima de sus murallas). En Green Garden tuve la oportunidad de conocer a Sylas Maujih, un hombre muy afable que es nuestro referente local. En un africano de piel oscura, sonrisa fácil y ojos profundos que te dan la bienvenida en cada momento que te cruzas con ellos. Se encuentra en sus treinta y estudia trabajo social medio tiempo y trabaja en Kisumu Children Ministries el resto de la jornada, una ONG que se encarga de pequeños en situación de riesgo. Durante unos treinta minutos estuvimos conversando con Sylas acerca de Street Youth, el proyecto que lidera Francisca y que ha sacado de las calles a un grupo de jóvenes que dormía dentro de un vertedero a las afueras de la ciudad, empoderándolos a través de la construcción y la administración de un gallinero.

Finalmente fuimos a un centro comercial (si es que hablamos con eufemismos claro) dónde pasamos por el supermercado y compramos crédito para internet. Luego caminamos en dirección al Lago Victoria para tomar nuestro matatu de vuelta a casa.

Una vez en casa cocinamos con Francisca arroz y lo mezclamos con cebolla morada, tomate, huevo y palta (todo lo compramos a muy bajo precio en el mercado de Riat). La cena es el momento del día en que compartimos con los dueños de casa: Keneth y Lily quienes junto al pequeño Stanley comparten con nosotros los espacios comunes. Keneth tiene 28 años y si bien es un tanto uraño, una vez que te ganas su confianza se abre, te cuenta de su vida y te invita a participar en ella. Trabaja como investigador adjunto para ensayos clínicos con antiretrovirales para combatir el VIH en las instalaciones que tiene la CDC en Kisumu. Lily tiene 21 años y es el polo opuesto de Keneth. Siempre alegre y con un humor chispeante nunca escatima en gestos a la hora de expresar sus emociones. Se encarga de la casa y cuida de Stanley, el pequeño de tres meses hijo de ambos. Mientras cenábamos, la tarde se fue rápidamente dando paso a la noche, con el canto de los grillos y las cigarras en una orquesta estridente pero al mismo tiempo bella. Era hora de meterse nuevamente al mosquitero y tratar de dormir un poco. Mañana sería un nuevo día.


Martes 03 – 07 – 2012  

El Martes me desperté sin ayuda, fui directo al baño y me crucé con Andrea en el camino quién me miró con cara de incredulidad “¿Te vas a bañar ahora? ¡Acá bañarse dos veces en menos de 24 horas es un crimen!” y se rió mientras caminaba hacia al dormitorio. Mientras me humedecía las manos para cubrir con jabón mi cuerpo, pensaba que tal vez el comentario de Andrea, si bien era una broma que pretendía hacer más llevadera la rutina del baño, tenía mucho de cierto porque en África el agua es un bien escaso y seguro cuando comience la temporada seca ya no podré bañarme todos los días. Estaba en esas cavilaciones cuando me percaté que sólo había ocupado un litro de agua para retirar de mi cuerpo y mi pelo la espuma. ¿Increíble no? Mientras me secaba y me vestía en la oscuridad del baño un sentimiento de profunda vergüenza atravesó mi pecho como una estocada “¡Cuánta agua he desperdiciado en Chile!”. Sentí pudor, rabia y mis ojos se humedecieron sin poder evitarlo. Al salir del baño me prometí que no olvidaría nunca esa media cubeta de agua.

Una vez listo, Andrea me esperaba para tomar desayuno. El calor acá aplasta el apetito así que me preparé un poco de avena con un yogurt mientras mi compañera se tomaba una taza de café. Cuándo terminamos salimos de la casa rumbo a la carretera. Andrea cruzó por el asfalto ardiendo y yo la seguí “Ahora tenemos que subirnos a un matatu que nos lleva en dirección contraria a Kisumu, hasta Kisian Junction” me explicó. El camino es más rústico, las casas dejan de monopolizar el paisaje y le dan espacio a los árboles y plantaciones de maíz. A medio camino aparece una ruta de asfalto con cableado eléctrico y postes de luz que podría considerarse más bien un accidente en ese escenario. Se trata de la entrada al centro que tiene la CDC en África Subsahariana, en cuyas modernas instalaciones se llevan a cabo estudios para combatir los dos grandes yugos del continente: VIH y malaria. Cuándo se divisa una rudimentaria estación de gasolina el chofer del matatu para y carga una cantidad ridícula de bencina con una veintena de pasajeros dentro sin molestarse en apagar el auto mientras el motor se llena con el ambarino líquido. Andrea me mira y puedo adivinar en sus ojos lo que está pensando Un día saldremos todos disparados por los aires”. Finalmente a unos metros de la estación se encuentra Kisian Junction, un polvoriento lugar dónde se cruzan dos caminos.

Caminar por Kisian Junction es un anticipo a lo que ocurrirá cuándo el asfalto desaparezca y de paso a la espesa vegetación. Conformado por una veintena de casas el punto neurálgico de la zona es un mercado dónde las mujeres de Kisian venden de todo. A diferencia de Kisumu, en esta zona ser el blanco de las miradas cobra un doble significado y a tan sólo unos segundos de bajarse del matatu ya escuchas cómo mientras te abres camino por los puestos de fruta, verdura y omena (un pescado pequeño que obtienen del Lago Victoria y dejan secando al sol) te gritan en kiswahili “¡Hey mzungu! ¿Abari?” que significa “¡Hola blanco! ¿Cómo estás?” Andrea no duda en responder casi al instante ¡Misuri sana!” que viene siendo “¡Muy bien!” y adultos y niños explotan en carcajadas porque sin dudas resulta muy gracioso escuchar a una mujer blanca hablando su idioma. Una vez que el mercado queda a nuestras espaldas cruzamos la carretera de Kisian y nos introducimos por un angosto camino de tierra rodeado de árboles. “Aquí comienza el camino a Rota” dice Andrea quien camina rápido mientras yo intento seguirle el paso.

Por primera vez desde que llegué a Kenya siento que no me he equivocado y que todo lo que he trabajado para llegar hasta aquí tiene sentido. Caminar bajo el sol por la mañana evaporando el sudor sobre la piel vale la pena porque tomas conciencia de lo que es realmente vivir en África. La ruta se abre por entre la vegetación dónde predominan las plantaciones de maíz. El verde se mancha de vivos colores dónde cientos de mariposas revolotean entre las flores y al batir sus alas bajo el sol, parecen gotas de cristal. Caminando por ahí debes compartir el estrecho sendero con vacas, cabras, cerdos y perros mientras el trinar de los pájaros anuncia tu llegada en las pocas casas de madera y barro con techo de paja que, de manera esporádica, aparecen a la vista. Entre los arbustos niños pequeños con desdentadas sonrisas corren a tu encuentro gritando “Mzungu! How are you?” una de las pocas frases que saben articular en inglés. Cuando caminas hacia ellos corren a esconderse entre las faldas de sus madres quienes lavan ropa en los charcos de agua y te saludan con la mirada. Una mirada que te invita a seguir caminado. Luego de 30 minutos puedes divisar Rota.


Caminando a Rota.

Niños salen a nuestro encuentro mientras caminamos.

Las mujeres cargan en su cabeza todo tipo de cosas: leña, agua y hasta los bolsos.

Rota es una pequeña comunidad al este de Kisumu a medio camino de la frontera con Uganda. Está bellamente flanqueada de árboles y cercada en todo su perímetro por madera. Al entrar puedes divisar a la izquierda un gran cuadrilátero con dos arcos y a la derecha una construcción de barro sin puertas y ventanas dónde funciona la escuela. Acá salen a tu encuentro una veintena de niños que corren hacia ti con la intención de tocarte. Andrea conoce a la mayoría y bromea persiguiéndolos, tomándolos en sus brazos y girando con ellos por los aires mientras la multitud lanza gritos de júbilo. Aún cuando los has dejado atrás rumbo al dispensario, puedes escuchar sus alegres voces apagándose poco a poco. ¡Te llenan el corazón!

Entrando en Rota.

Con los niños de la escuelita de Rota.
El dispensario de Rota se encuentra separado de la escuela por una cerca metálica. Lo conforman dos pequeñas casas de concreto con techo de zinc. Por dentro el cielo raso está desnudo dejando las vigas de madera a la vista dónde se puede advertir la presencia de murciélagos, los cuales defecan, sin importarles como su guano va cubriendo el interior de los recintos. La primera casa está compuesta por una sala de espera y tres habitaciones: un box de atención para consultas de morbilidad, otro para diagnóstico y control de pacientes seropositivos para VIH y un laboratorio dónde se realiza la toma de sangre y que consta de un microscopio que en estos momentos se encuentra en una gaveta acumulando polvo. La segunda casa es más pequeña y también consta de tres habitaciones: en la primera funciona la farmacia, en la segunda se realiza la antropometría y los controles de embarazo y finalmente en la tercera funciona el vacunatorio dónde un pequeño refrigerador a gas mantiene la cadena de frío. Tengo mucho que contarles acerca del dispensario pero lo dejaré para más adelante.


El dispensario.
Andrea con el personal de Rota Dispensary.
Nos despedimos de Rota pasado el mediodía. Antes de tomar el matatu de vuelta a casa paramos en el mercado de Kisian dónde compramos unos plántanos enanos cuyo sabor es un poco más dulce que el de los que puedes comprar en Chile.

En la tarde fuimos con Francisca y Andrea a The Laughing Buddha una fuente de soda dónde venden milk-shakes muy helados y de muchos sabores “¡Si tan sólo pudieran probarlos! ¡Son deliciosos!”. Andrea y yo tomamos un milk-shake de Kit-Kat y Francisca uno de Ferrero-Rocher. Luego nuestros amigos indios vendrían por nosotros para comer algo pero yo estaba agotado y además, quería ver si podía volver en un matatu desde Kisumu hasta Riat por mi cuenta. Pese a la negativa inicial de mis compañeras, Andrea se ofreció a dejarme en el terminal de la ciudad para asegurarse de que me subiera al vehículo. Una vez dentro del  matatu, mientras el pequeño vehículo avanzaba ruidosamente por las oscuras calles, mi temor poco a poco desapareció. Cuándo divisé el mercado me bajé y caminé entre los puestos iluminados por pequeñas fogatas hechas con papel y carbón giré a la izquierda y encontré la casa. “¡Había tomado un matatu por mi cuenta!” Me sentía ridículamente orgulloso de mi mismo y esa noche dormí bajo el mosquitero con una gran sonrisa de satisfacción en mi rostro. Al día siguiente volvería a Rota con Andrea para aprender a manejar el Programa de Nutrición.

Miércoles 04 – 07 – 2012  

Mi parte favorita de cada día es cuándo me meto en la cama y el mosquitero me protege de los molestos mosquitos, sin importar que la temperatura en mi habitación sea sofocante o que el sudor humedezca mis sábanas hasta adherirlas a mi piel como un tatuaje. Bajo el invisible manto blanco puedo descansar de los odiosos insectos.

En eso estaba pensando cuándo Andrea entró a chequear si me había despertado. Comprobé la hora, eran las 7:55 de la mañana. La miré y de mi boca salió algo difícilmente entendible. No era español, inglés o swahili, simplemente era yo aún dormido bajándome torpemente de la cama rumbo al baño. Es increíble cómo poquito a poco, todas estas pequeñas acciones van construyendo una rutina, ayudándome a sentirme en casa. Tomamos el desayuno de siempre y salimos rumbo a Rota. Esta vez más temprano porque era Miércoles y en el dispensario eso significa Programa de Nutrición.

Contrario a lo que pensaba, las largas caminatas hacia el dispensario ofrecen siempre algo diferente para deleitar la vista. A mitad de camino, cuando el sudor resbala por los párpados y escueza los ojos, una mujer de mediana edad con un vestido de vivos colores que resaltan insultantes sobre su oscura piel, vende mandazis (panes fritos de forma triangular hechos a base de agua, harina, levadura y leche) y chapatis (tortillas fritas hechas de harina integral, sal y agua). Cómo mis desayunos son frugales, verla ataviada en su traje amarillo y púrpura es cómo encontrarse con un oasis en la mitad del desierto. Intercambiamos un par de palabras y mientras el dulce sabor del mandazi me envuelve continúo hacia Rota por otros 20 minutos.


Todas las mujeres visten con vivos colores.
Al llegar saludo a los funcionarios, siempre alegres y con una sonrisa amplia enmarcando sus blancos dientes. Andrea desaparece y luego de unos minutos regresa cargada de libros, carpetas y hojas de registro. Esto es todo lo que necesitas saber sobre el Programa de Nutrición”. Yo miro el montón de papeles con cara de incredulidad y luego busco la mirada de Andrea que me confirma que no está para bromas. Mientras intento seguirle el paso y asimilar un cantidad ridícula de siglas en inglés que probablemente olvide cientos de veces el primer mes, la sala contigua comienza a llenarse de mujeres y niños. Cuándo el reloj marca las 10:00am Andrea se pone de pie y sus ojos verde oliva se clavan en los míos ¿Estás listo?” y sin esperar respuesta me deja atrás para comenzar la rutina del día. Yo aún aturdido ante tanta información apresuro el paso, la observo y voy grabando cada detalle en mi cerebro, con la esperanza de que el próximo Miércoles, cuándo ella ya esté en Chile, sea capaz de recordar un 10% de lo que me ha explicado los últimos treinta minutos.

A medida que transcurre la mañana pesamos, medimos talla y  circunferencia del brazo de unos 10 niños aproximadamente. Mientras registramos las cifras en una hoja diseñada para eso, vamos revisando distintas tablas a fin de decidir si los pacientes continúan estando desnutridos. De ser ése el caso, hay que ver si tienen desnutrición severa o moderada, pues de esto último depende el tipo de suplemento que habrá que darles: Plumpy Nut para los severos, Plumpy Soy para los moderados mayores de dos años y un tercero para los más pequeños cuyo nombre no logro recordar ahora. Son alrededor de las 13:30 cuándo hemos terminado de verlos a todos y de llevar el registro correspondiente.

El Programa de Nutrición está sistematizado, por lo que la primera impresión es que se trata de un trabajo más bien sencillo. El problema surge después, cuándo te encuentras con que además los pacientes están enfermos, muchas de sus cuidadoras no hablan inglés y los mismos funcionarios del dispensario entregan bajo cuerda, suplementos a pacientes que ya han egresado del programa. Si los números a fin de mes no cuadran, entonces el Ministerio de Salud de Kenya corta el suministro. Sólo este año se han admitido hasta la fecha 62 niños y actualmente se encuentran activos 16 de ellos. ¿Qué sucede con el resto? La mayoría han mejorado, otros han fallecido o simplemente se han olvidado de traerlos.

El camino de regreso a Riat se me hace agotador. Son cerca de las 14:00 y al ver que las nubes se cierran ocultando al inclemente sol africano, suspiro y doy gracias por ese pequeño gesto que Dios tiene conmigo. Es increíble cómo todas las pequeñas cosas que antes me eran indiferentes, ahora cobran importancia y me llenan de dicha.

Llego a la casa y me desplomo en el suelo de la sala de estar. Reviso el dorso de mi pie izquierdo. Hace un día que esta hinchado y caliente, seguro se trata de una celulitis. Parece que no quiere mejorar pero en mi botiquín cuento con tan sólo una veintena de cápsulas de Cloxacilina y son demasiado valiosas cómo para tomar la apresurada decisión de utilizarlas a menos de una semana de haber llegado. “Resiste otro día. Tal vez mañana se encuentre mejor” pienso y luego de tomar una gran bocanada de aire, lanzo un sonoro suspiro, recobro las fuerzas y me dispongo a pasar el resto de la tarde estudiando y escribiendo.

Ya es tarde y debo irme a la cama. Antes de abrirme paso por el mosquitero debo revisar mi pie. Se encuentra levemente mejor ¡Que alivio!”. Sonrío para mí y luego me pongo a llorar “Por Dios es sólo una diminuta herida en el pie. ¡Tampoco es para tanto hombre!” me digo, algo molesto conmigo por mi reciente derroche de sensibilidad. Mientras termino estas líneas ya se acerca la medianoche. Andrea y Francisca se fueron a dormir y se que debo hacer lo mismo. Mañana será mi primer día en Kisumu District Hospital y no puedo llegar tarde.

Jueves 05 – 07 – 2012  

Eran las dos de la madrugada y no podía conciliar el sueño. Sin embargo la aparición de un comensal inesperado en la mitad de la sala de estar me puso de vuelta a la cama en menos de un minuto. Su oscuro cuerpo contrastaba violentamente con las blancas baldosas que afanosamente Lily limpia todas las mañanas. Se trataba de una cucaracha. Pero una de dimensiones exageradas. Cuándo advirtió mi presencia sus alas se desplegaron y comenzaron a batir suavemente. No pude evitar recordar el cuerpo de Gregorio Samsa tumbado hacia arriba pudriéndose lentamente en la mitad de una oscura habitación, y una ola de repugnancia recorrió mi espinazo. No alcancé a verla emprender vuelo porque, en un subidón de adrenalina, me escondí en mi cama protegido por el mosquitero a varios metros de distancia. Maldije a Franz Kafka varias veces antes de caer dormido.

Me desperté cubierto de sudor. Eran las 6:50 y me hice el ánimo para salir de la cama. Una vez en el baño, el agua fría me despertó violentamente, calmando mi dolor de espalda que resentía los 20 litros de agua que había sacado del pozo hace 2 días. Al llegar a la sala de estar me encontré con Lily y le conté mi encuentro de la noche anterior “Ohh get used to it honey. That creatures are everywhere and I have seen it bigger than that” algo así como “Ohh, anda acostumbrándote cariño. Esos bichos están por todos lados y yo los he visto mucho más grandes de lo que cuentas.” Traté de no pensar en lo inevitable de nuestro próximo encuentro y me preparé algo para desayunar.

Estaba terminando de comer cuando Andrea apareció aún en pijamas. “Eso está muy hinchado” me dijo mientras inspeccionaba con sus ojos claros mi pie izquierdo. Resignado partí a buscar Cloxacilina pero al cabo de unos minutos hurgando en mi botiquín, me di cuenta de que no la había traído conmigo. Afortunadamente acá venden antibióticos sin receta y a un precio ridículo.

Salimos de la casa muy temprano y mientras viajábamos en matatu rumbo a Kisumu District Hospital (KDH), la interrogué con respecto a su trabajo ahí. Andrea me explicó que en Kenya existen los Clinical Officers que estudian tres años y luego ejercen medicina en los consultorios y hospitales y los Medical Officers que estudian siete años y supervisan el trabajo de los primeros. Lamentablemente en el país sólo existen dos universidades que imparten medicina, los cupos son reducidos y entrar es complicado. Con más de 36 millones de habitantes viviendo en Kenya, eso significa que existe 13 médicos por cada  100.0000 personas, mientras que en Chile la razón es de 109 por cada 100.000. ¿Qué diferencia no? Ahora entiendo por qué esto es tan importante y frente a las adversidades del día a día voy repitiendo esa cifra en mi cabeza como si de un mantra se tratase.

El matatu nos dejó en el sector de Agha-Khan. Este punto de Kisumu llama la atención porque en él se concentran edificios que destacan entre las precarias construcciones locales: Agha-Khan Hospital (una de las dos clínicas privadas), Agha-Kan Private School (una de las pocas escuelas privadas de la ciudad) y Agha-Khan Sport Club (el club de deportes que cuenta con canchas de tenis y fútbol en su interior). Cuando sales del perímetro que rodea las cuatro esquinas la cruda pobreza vuelve a dominar las calles y al caminar por ellas nos cruzamos con un grupo de cuatro hombres de mediana edad que revisan la basura bajo el calor sofocante, con la esperanza de encontrar algo de comida. No alcanzamos a avanzar muchos metros más cuándo otros dos hombres aparecen ante nosotros con botellas de plástico adheridas a su mentón con cinta adhesiva. “Ellos colocan dentro de la botella un pegamento y mientras caminan lo van inhalando” me explica Andrea.

Seguimos caminando y cruzamos el Jomo Kenyatta Park, un gran parque público bautizado así en honor al primer presidente que tuvo el país al alcanzar su independencia en 1963. Sobre la verde hierva vemos a un grupo de wazungus (plural de mzungu) organizando un partido de fútbol para la paz en África. A juzgar por su apariencia, probablemente se trate de voluntarios de Estados Unidos (acá la mayoría de los blancos sólo viene por uno o dos meses).

Llegamos al KDH alrededor de las 9:00am y puedo ver que se trata de una serie de antiguas construcciones de concreto de un piso en cuyas paredes aparecen pintados con letras blancas sobre un fondo negro los distintos servicios: “Ward 5” (cirugía), “Ward 2” (pediatría), etc. Éstas se encuentran desperdigadas por un terreno de alrededor de 4 hectáreas, dónde abunda la tierra y escasea la vegetación. Caminamos y nos abrimos paso entre policías armados con sendas metralletas rusas custodiando a un puñado de hombres con harapos blancos y franjas negras de aspecto poco saludable, con sus frágiles tobillos y muñecas firmemente esposados. “¿Son presos?” pregunto y Andrea me responde sin posar su mirada en ellos “Acá los presos deben prestar servicio comunitario” y mientras me explica esto puedo advertir que algunos cargan carretillas llenas de tierra color terracota. Llegamos al centro del recinto y preguntamos por el Dr. Otedo (director del KDH) pero nos dicen que se encuentra en una reunión y debemos esperarlo en una pequeña antesala dónde el calor es sofocante y entran y salen diferentes funcionarios. La mayoría reconoce a Andrea y la saludan entusiastamente y ella les explica en inglés que yo soy el nuevo médico chileno. Luego de dos horas de espera el Dr. Otedo nos recibe amablemente y en una reunión que dura a lo sumo dos minutos acordamos vernos al día siguiente para que le entregue una carta de Africa Dream y mi título convalidado. Nos despedimos y caminamos en dirección contraria, pero antes de llegar a la salida Andrea dobla a la izquierda en dirección a un edificio que no había visto antes. La construcción, también de una planta, es notoriamente nueva y construida con materiales de mejor calidad que las que visitamos primero. Tenemos que presentarnos con el Dr. Kwambai” mientras entramos al recinto me cuenta que él es el jefe del estamento médico. Como era de esperar, no se encuentra en su oficina. “Acá nadie llega a la hora y te pueden hacer esperar todo el tiempo que quieran sin si quiera molestarse en pedir disculpas”. Resignados nos retiramos del hospital con la esperanza de encontrarlo al día siguiente.

Al salir de KDH nos dirigimos a una feria artesanal que queda a unos 15 minutos del hospital. Andrea tiene que comprar regalos para sus familiares y amigos. Cuándo termina la calle Andrea dobla a la izquierda y me anuncia “Ya llegamos”. Ante mis ojos y en un estrecho camino de tierra, dos largas hileras de tiendas de madera se extienden hacia el infinito. Sólo hemos estado ahí 30 segundos cuando los diferentes locatarios comienzan a gritar “Hey Mzungu! Come and see, to have a look it’s free!” lo que se traduce como “¡Hey blanco! ¡Ven a ver, mirar es gratis!”. Luego de unos minutos en la feria ya hemos visto de todo: máscaras africanas, animales de la sabana, pinturas, aros, collares y pulseras. La excitación inicial al cabo de una hora bajo el fuerte sol da paso al tedio y al hastío. Francisca se nos une a la mitad del recorrido y advierte el aburrimiento en mis facciones “No pongas esa cara, mira que en tres semanas más tendrás que acompañarme a mi” me dice y termina la frase sacándome una sonrisa.
Mercado de artesanía en Kisumu.

Telas de vivos colores.

Terminando el recorrido agotado de ver tantas tiendas.
Luego de la feria nos vamos a comer algo a Green Garden y cuando ya son las tres de la tarde volvemos a casa. Andrea se queda en Kisumu Gracias por acompañarme. Anda a casa, no te preocupes que yo te compro la Cloxacilina” me dice y yo acepto sin pensarlo dos veces. En el matatu camino a Riat siento todo el cansancio de los días en África en mi cuerpo. Me pesa la cabeza, la espalda me mata y mi pie izquierdo en vez de mejorar, empeora. Al llegar a casa trato de escribir un poco pero me vence el malestar. Me acuesto y el calor me aplasta contra la cama.  Despierto luego de una siesta de dos horas, aún me siento decaído pero pongo mi mejor esfuerzo para salir de la cama. Andrea me ha dejado el antibiótico a mano así que tomo una cápsula de Flucloxacilina y dos comprimidos de Paracetamol y al cabo de una media hora ya me estoy sintiendo un poco mejor.

En la noche estamos invitados a la casa de Dhirajlal o “Jay”, uno de los amigos de Andrea y Francisca. No tengo ganas de ir pero sería la segunda vez que rechazo una invitación esta semana y me parece de mala educación no aceptar. Todos han sido muy amables conmigo desde que llegué y es importante tener con quien contar, especialmente cuando me encuentre solo. Jay y Samil o “Hippo” (las niñas lo llaman así cariñosamente por su semejanza con los hipopótamos) pasan por nosotros a las 19:00 y nos llevan por las calles de Kisumu hasta Milimani, un sector muy bello de la ciudad, dónde hay grandes casas con guardias custodiando las entradas. La familia de Jay es india y nos esperan con una comida deliciosa. Mientras esperamos con unas Tusker bien heladas la madre de Jay, que luce hermosa en su sari color granate nos trae la primera delicia india: Bhujia (rodajas de papas rebozadas en harina de garbanzos y sazonadas con cilantro). Al cabo de una hora, sobre una gran mesa se despliegan diferentes platos típicos de la gastronomía del país asiático: Dhal (salsa picante hecha a base de legumbres y acompañada de arroz), Palak Paneer (vegetales con queso paneer y crema) y Goat Curry (carne de cabra sazonada con muchas especias, entre ellas: ají, albahaca, azafrán, cardamomo, comino y jengibre). Comienzo a comer y me doy cuenta de que es la comida más picante que he probado en toda mi vida, miro a mi alrededor para confirmar si alguien más en la mesa siente adormecida la boca y sólo Andrea parece adivinar mi pensamiento. Finalmente traen a la mesa Gulab Jamun (bolitas de masa fritas en aceite hechas con leche en polvo y harina y endulzadas con azúcar, agua de rosas y cardamomo) y el dulce sabor calma el incendio en mi boca.

La noche está tibia y Jay nos trae a casa. El reloj marca las 23:10 y bajo el blanco entretejido del mosquitero me voy sintiendo más liviano y el dolor va desapareciendo hasta convertirse en una molestia casi imperceptible. Antes de cerrar los ojos sonrío contento por haber aceptado la invitación y agradecido por tener en mi camino personas que abren las puertas de sus casas a alguien que viene de tan lejos.

Viernes 06 – 07 – 2012 

Me levanté temprano y caminé a tientas por el pasillo con los ojos aún cerrados rumbo el baño. Me tardó un par de minutos caer en cuenta de que no había agua para lavarme y la sola idea de tener que ir a buscarla al pozo detonó mi dolor de espalda que hasta el momento creía, había desaparecido.  Sin más remedio tuve que traer una cubeta de agua y luego del baño ya me sentía agotado.

Andrea despertó más tarde y me acompañó con un café con leche. Salimos rumbo a Kisumu un poco antes de las nueve y pasamos al centro a sacar fotocopias de los distintos documentos que debía entregar a los doctores Otedo y Kwambai. Llegamos al KDH antes de la hora acordada, pero cómo ya habrán adivinado, ninguno de los dos había llegado aún al hospital así que dejamos los papeles y fuimos a recorrer el recinto.

Entrar en las diferentes instalaciones que constituyen el hospital es algo de otro mundo. Compuestas en su mayoría por tres habitaciones de pequeñas dimensiones dónde las camas metálicas se disponen en grupos de hasta seis o siete, tan continuas una de otra que difícilmente puede uno caminar entre ellas. El gris insípido del concreto crudo se propaga como una enfermedad por las paredes, el piso y el cielo raso del cual cuelgan numerosos mosquiteros azules. Rara vez los grifos de agua funcionan y las moscas vuelan sobre los cuerpos acostados cómo presagiando un mal augurio. En el Ward 6, dónde funciona ginecología, Andrea me presenta a Tadeo Masawa, un médico general que estudió en Cuba y con el que intercambiamos un par de palabras en un español bien fluido. Luego salimos de ahí rumbo al Ward 2 dónde están los pacientes pediátricos. Al entrar mi corazón se encoge. A pesar de los elefantes y jirafas pintados sobre las oscuras paredes la escena está muy lejos de ser colorida. Dispuestos en diminutas habitaciones hay un centenar de niños, en la mayoría de los casos, más de dos o tres por cada cama. Las madres se agrupan alrededor de ellos buscando un espacio vacío dónde acomodarse. Mientras avanzo, niños visiblemente desnutridos luchan por combatir malaria, sida y tuberculosis. Aún puedo recordar sus fatigados rostros al cerrar mis ojos.


Unos pequeños a las afueras de uno de los Ward.
Finalmente acompaño a Andrea a la farmacia y al laboratorio. Salimos y al mirar a mi derecha veo a una multitud cantando y llorando estrepitosamente. Esa es la morgue” me explica y puedo ver a los matatus cargando en el techo los ataúdes. “Todos los Viernes es igual. Acá mueren personas todas las semanas y el lugar no da abastos” finaliza y mientras nos alejamos le propongo que vayamos por uno de los deliciosos milk-shakes de The Laughing Buddha. Necesito distraer mi mente de todo lo que la ocupa en ese momento. Sentados en una mesa afuera, mientras la gente camina en diferentes direcciones Andrea me dice “¿Sabes? Cuando llevas un tiempo en África hay un momento en el que dejas de ver personas negras en la calle y sólo ves personas” y mientras me termino mi milk-shake reflexiono sobre el hermoso significado encerrado en esas palabras.

Salimos de ahí rumbo a la zona de la ciudad dónde trabaja Francisca con los jóvenes del proyecto Street Youth. Para llegar debemos ir hasta el Terminal. Andrea me mira y sonriendo me pregunta “¿Te gustaría hacer el recorrido en piki-piki?” y luego de negociar el precio varias veces con distintos motociclistas, nos decidimos por uno y hacemos el viaje montados los tres en su pequeña motocicleta. Durante los breves minutos que dura el recorrido, agradecido disfruto el viento que seca el sudor de mi cuerpo. Al llegar al terminal tomamos un matatu y nos bajamos en Cundele, un barrio de Kisumu mucho más pobre en comparación con las otras zonas en las cuáles he estado. Caminamos un par de pasos y Francisca sale a nuestro encuentro. Mark y Stephen están dentro de la casa preparando un almuerzo para despedir a Andrea. Almorzamos los cinco. Los chicos cocinaron arroz, repollo, carne de soya y matoke (plato típico de África Central hecho a base de plátanos verdes cocidos mezclados con ajo, cebolla y pimentón). Disfrutamos la comida y nos vamos muy agradecidos por el tremendo gesto de cariño hacia Andrea.

A la izquierda matoke, al centro repollo cocido y a la derecha carne de soya.


Andrea y Fran disfrutando el almuerzo de despedida.
Francisca conoció a Mark y Stephen de entre un grupo de jóvenes que, por diferentes razones, habían terminado viviendo en un vertedero a las afueras de Kisumu. La mayoría de ellos han tenido problemas de adicción y no han finalizado los estudios secundarios. En este escenario Francisca vio un nicho dónde volcar sus ganas de trabajar. Juntos construyeron un gallinero, compraron pollos, los alimentaron y vigilaron celosamente su crecimiento y ahora se encuentran próximos a vender los primeros huevos. Estos jóvenes, que se han mantenido alejados de las calles desde que Francisca entró en sus vidas, son un ejemplo de lo mucho que alguien puede hacer con tan pocos recursos. Francisca volverá a Chile en un mes, pero dejará una marca indeleble en Mark, Stephen y los demás.

Mark y Fran.
Yo con las gallinas.
El resto del día transcurre sin novedades. Sólo les puedo decir que hoy me iré a la cama pensando que a sólo dos días para que concluya la semana me voy habituando a esto. Difícil o no, siempre me voy a la cama con una sonrisa en el rostro.

Sábado 07 – 07 – 2012  

Me levanté y fui por más agua y al abrir el grifo del pozo mi rostro se llenó de preocupación. El chorro se había vuelto débil y pequeño y habían más gusanos que los de costumbre. “Se nos está acabando el agua” me explicó Lily que venía con dos cubetas vacías a buscar más agua para lavar la ropa de la semana. Mientras estaba en eso pensé “Si no llueve pronto, tendré que comenzar a usar la letrina y disminuir la frecuencia del baño a dos o tres veces por semana” entonces, mis ojos se fijaron en el intenso azul del cielo buscando alguna nube oscura que atenuara mis tribulaciones, pero al no encontrarla reanudé mis actividades resignado a que no llovería en los próximos días. Cuándo Andrea y Francisca despertaron me explicaron que aún no era la temporada seca y que todavía en Agosto y Septiembre hay monzones. “Habrá que seguir esperando” Me repito y sonrío al encontrarme tratando de recordar la danza de la lluvia de los indios de las películas del lejano oeste que tanto le gustan a mi papá. “¡Si tan sólo hubiese visto una de esas películas contigo! ¡Los Sábados por la tarde me invitabas a que me acostase a tu lado a verlas y yo siempre rechazaba tu invitación porque las encontraba tan aburridas!”.

La tarde me la pasé revisando los archivos del computador de Andrea. Entre ellos había mucho material útil para mi futuro trabajo. Luego de eso me dediqué a estudiar. Tengo muchísimo que aprender.

Hace unos días atrás me compré lápices de diferentes colores y un gran libro. Es parecido al que usaban los profesores antiguamente en las escuelas para escribir anotaciones. El empastado es de un material muy firme de color negro.  He comenzado a traspasar mis escritos al libro y entre las hojas voy dejando fotos y diferentes recuerdos que he ido juntando hasta ahora en mi viaje. Estoy seguro que será mi gran tesoro cuando vuelva a Chile. La sola idea de sentarme el próximo año con todas mis sobrinas en el gran sillón de la sala de estar en Punta Arenas a repasar juntos sus hojas, para entonces repletas de color, me llena de felicidad y nostalgia ¡Las extraño tanto!.

En la noche fuimos con Andrea y Francisca a Roof Top. Llegamos al lugar alrededor de las 20:00, la noche estaba tibia en la azotea del edificio de cinco plantas y mientras nos tomábamos Tusker bien heladas recordamos a carcajadas nuestros tiempos de infancia y lo particular que fue la década de los 80’s (tanto que en Chile la serie que recuerda esa época de nuestra historia se convirtió en una de las más vistas en los últimos años). A eso de las 22:00 nuestros amigos indios se nos unieron y fuimos a The Laughing Buddha dónde terminamos conversando animadamente y sacando fotos para que Andrea lleve consigo el recuerdo de todos los que, en un año, terminaron convirtiéndose en su familia a este lado del Atlántico.

Mañana será un día largo. Nos esperan varias horas de viaje hasta Nairobi. Afortunadamente esta vez será en auto. Andrea no quiere hablar del viaje, el tema es sensible. “Cuándo dejas Chile sabes que volverás dentro de un año. Cuándo dejas Kenya, no sabes si volverás algún día” agrega Francisca y nos vamos a la cama. Es el término de una semana más en Kisumu: la última de Andrea y para mí, la primera de muchas.

Domingo 08 – 07 – 2012  

Era muy temprano, no puedo recordar exactamente la hora, pero el cielo aún estaba teñido con el violeta tan característico de los amaneceres aquí en África. Me desperté asustado porque afuera era tanto el ruido que si hubiese cerrado mis ojos, bien podría haber estado en las graderías del Estadio Nacional durante un clásico entre Colo-Colo y Universidad de Chile. Se trataba de un pastor que vive cerca de nuestra casa y que todos los Domingos al amanecer, sale a recorrer las calles con su megáfono y predica sus preceptos. Cómo lo hace en kiswahili es imposible saber a qué religión adhiere, pero a juzgar por la ira que cargan sus guturales palabras, seguro está anunciando calamidades para todo aquel que no comparta sus febriles creencias. Busco medio dormido mi iPod y decido arder en las llamas del infierno antes que poner un pie fuera del mosquitero.

Son las diez de la mañana y Lily nos saca de la cama a los tres. Ha preparado uno de los platos favoritos de Andrea para su último desayuno en Kisumu: mandazis. Nos sentamos todos en la mesa y mientras bebo un poco de café con leche y pruebo uno de los deliciosos panes triangulares trato de adivinar qué estará sintiendo Andrea en ese preciso momento. Volver a Chile luego de un año en África debe ser aún más difícil. Yo llevo tan solo dos semanas acá y ya siento que mi alma pesa unos gramos más. Se que está triste pero probablemente nunca podré dimensionar lo que está sintiendo hasta dentro de un año, cuando yo esté en su lugar.

Por primera vez en Kenya me siento solo. Andrea y Francisca han hecho este viaje juntas y un hilo invisible las conecta la una a la otra en un complejo tejido. Sin embargo con la partida de una de ellas, ese hilo se hace visible ante mis ojos. Francisca sabe lo que sucede en el corazón de Andrea ¿Cómo no saberlo si ella también se marcha en un par de semanas? ¿Cómo no saberlo después de tantos meses viviendo juntas? Es entonces cuándo me doy cuenta que mi llegada quiebra el bello equilibrio entre ambas: Andrea taciturna y reservada y Francisca alegre y extrovertida. Es entonces cuándo comprendo que mi ciclo comenzará cuando Francisca se vaya y me quede solo.

Llevamos las maletas afuera y dejamos a Andrea a solas con Lily y Keneth para que pueda despedirse de ellos. Afuera nos esperan nuestros amigos indios quienes se han ofrecido para llevarnos en auto hasta la capital. Luego de haber viajado por esa carretera polvorienta en tan malas condiciones es una alegría contar con ellos en estas circunstancias.

Tomamos la ruta principal pero antes de salir de Kisumu la policía local detiene el auto. El oficial, un hombre de mediana edad, mira el asiento trasero y sus ojos sin expresión repasan nuestros blancos rostros sin detenerse realmente en ellos. Luego de un intercambio de palabras en kiswahili, uno de nuestros amigos saca algo de dinero y se lo entrega. Entonces el policía nos muestra todos sus dientes y por supuesto, ninguno de nosotros le devuelve la sonrisa. Mientras nos alejamos de la ciudad un sentimiento de impotencia me envuelve y pienso que África nunca dejará de ser África.

El viaje es largo. La carretera está construida con un material de mala calidad y tiene tan sólo dos carriles. En varios puntos se interrumpe violentamente para ser reemplazada por tierra. En las próximas 6 horas el camino con sus verdes plantaciones de té va quitando el sabor amargo de mi boca y me llena de satisfacción. Cuándo comienza a atardecer Andrea me avisa que el sol se está escondiendo. Mis ojos no habían visto hasta entonces nada tan bello como eso: por mi derecha un enorme y perfecto círculo rojo descansaba sobre el verde valle y al mirarlo proyectaba un tibio fulgor que acariciaba tus ojos en lugar de dañarlos. ¡Hermoso!

La noche cae y mientras subimos las verdes colinas un aire helado y húmedo se cuela por las ventanas. Lamento no haber traído algo más abrigado conmigo y casi puedo ver reflejados en el vidrio del auto los rostros de mi mamá y mi tía Sandra próximas a llamarme la atención por mi reciente descuido. Afuera está oscuro y ante la ausencia total de cableado eléctrico, las luciérnagas iluminan el camino con su tenue luz.

Llegamos a Nairobi entrada la noche. El hotel es confortable y mientras nos repartimos en las diferentes habitaciones, Francisca y yo agradecemos la presencia de agua en nuestros respectivos baños celebrando en la mitad del pasillo con nuestras infantiles muecas. Al cerrar la puerta de mi habitación me acuesto y caigo rendido. No pasan ni dos minutos y ya estoy dormido. Mi segunda semana en África ha finalizado.