SEGUNDA SEMANA EN ÁFRICA
Lunes 02 – 07 – 2012
El reloj marcaba las 9:30 y yo
nuevamente no reconocía el lugar dónde me encontraba, hasta que a través del
mosquitero pude ver a Andrea que me miró y con esa gran sonrisa tan
característica de ella me preguntó “¿Cómo
dormiste?”. Contra todo pronóstico la respuesta fue un entusiasta y chileno
“¡La raja!” porque había pasado toda
la noche durmiendo sin problemas.
La casa de nosotros es una vivienda
sólida que, aunque no tiene saneamiento básico completo, es mucho más de lo que
la mayoría de quienes viven en el sector podría aspirar a tener. Cercada en
todo su perímetro por una gran valla metálica, cuenta con un gran patio que la
rodea y en dónde existen plantaciones de maíz en medio de una espesa
vegetación. Si caminas hasta el fondo puedes ver dos cubículos dispuestos uno
junto al otro: son la letrina y la ducha y si caminas 10 metros encuentras un
gran pozo dónde se acumula el agua de lluvia. Todas las puertas y ventanas se
encuentran enrejadas. En el interior existen tres habitaciones, una cocina, una
sala de estar y dos baños (aunque no creo que alguno de ustedes ocuparía esa
palabra para denominar estos pequeños espacios).
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Mi casa en Riat
Me levanté y Francisca se encontraba
lavando ropa en el patio de nuestra casa. Fui directo al baño y a la luz del
día pensé “¿Dónde me he venido a meter?”.
El baño de la casa es un cuarto separado por un tabique, las paredes son de
concreto y tiene dos pequeñas ventanas por dónde no entra mucha luz por lo que,
no importando si es de día o de noche, está siempre en penumbra. Considerando
la gran cantidad de mosquitos, arañas y hormigas, tal vez es mejor que se
mantengan fuera de mi vista en medio de la oscuridad. Uno de los compartimentos
es un pozo séptico cerrado que se abre hacia afuera cómo un baño occidental
(con mucha imaginación y optimismo) pero éste, no tiene agua en su estanque para
tirar la cadena. El otro compartimento, más estrecho, es ocupado para lavarnos.
Todas las mañanas recolectamos agua del pozo que queda dentro del jardín en
varias cubetas qué debemos poner bajo el chorro de agua con un colador para
dejar fuera a los gusanos que proliferan dentro del estanque. Luego, llenamos
un gran recipiente de plástico, mientras que otro recipiente mucho más pequeño
es dispuesto al centro de este mismo compartimento para qué nos metamos dentro
y mientras nos lavamos con baldes de agua fría, el agua que se acumula con cada
baño en nuestros pies sea reutilizada para poder tirar la cadena. Mientras
ocupaba por primera vez el baño pensaba “Te
acostumbrarás a esto en algún punto. No te preocupes”.
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Luego del baño Andrea y Francisca me
esperaban con una taza de té. Afuera ya comenzaba a hacer mucho calor y no
había pasado más de 30 minutos de mi primer baño en Kisumu, cuándo una capa de sudor
fino ya cubría todo mi cuerpo. Era aún temprano y nos apresuramos para salir de
casa. La idea era ir temprano a la ciudad para aprender a utilizar el transporte y a moverme con
facilidad para todos lados por mi cuenta.
Cuándo sales de las inmediaciones de
la casa y tomas contacto con Riat la historia es otra. El fuerte ruido del
portón metálico cerrándose a tus espaldas pareciera presagiar el duro choque
con la realidad local. No existe sistema de alcantarillado, por lo que todas
las viviendas (incluida la nuestra) se encuentran rodeadas por surcos de 50 a
60 centímetros de profundidad dónde se acumula agua estancada (el principal
motivo por el cual la malaria no ha sido erradicada en esta zona), fecas,
orines y basura (existe la costumbre de botar todo a la calle). En épocas de
lluvia, el agua desborda estos recolectores y las letrinas (la mayoría
construidas de manera incorrecta) rebalsan su contenido alcanzando las
inmediaciones de las casas y ocasionando un aumento considerable de cólera y
fiebre tifoidea.
Caminar por Riat durante la mañana
con el sol caldeando el sudor de la piel es una experiencia única por cierto,
aunque no estoy seguro si la calificaría como placentera. Para tomar uno de los
medios de transporte de acá rumbo a Rota hay que abrirse camino por un terreno
baldío, repleto de charcos de agua estancada dónde revolotean insectos alados
de todas clases y mientras sorteas los diferentes obstáculos el olor dulzón de
la podredumbre penetra por tus fosas nasales hasta quedar impreso en tu corteza
cerebral. Si logras llegar al final entonces cruzas la línea del tren y
alcanzas la carretera.
Cuándo uno habla de medios de
transporte se imagina automáticamente micros, buses y taxis ¿Cierto? Bueno pues
les pido que mantengan sus opciones en un rango de posibilidades más amplio si
es que quieren trasladarse por las polvorientas calles de Kenya porque acá la
manera de trasladarse es algo realmente peculiar. Podemos decir que existen
cuatro tipos de transporte, que de lo más barato a lo más caro son:
·
Matatu: Es el más masivo y el
equivalente a la micro o el bus en Chile. Son combies de ésas que tanto le
gustan a mi amiga Loreto. Autos más bien pequeños, con tres filas de asientos
dónde originalmente caben 12 personas pero pueden llegar a caber más de 20 si
el conductor se lo propone ¿Cómo? Muy simple, sólo ponen unas tablas de madera
para que el espacio entre los asientos se convierta en otro lugar dónde sentar
más pasajeros. ¿Qué pasa con la policía local? El conductor los soborna con
algo de dinero y sigue su ruta. Es el que más he ocupado hasta el momento.
·
Bora-Bora: Son unas bicicletas que
por una pequeña suma de dinero te transportan de manera poco segura a tu
destino final (si es que no te atropellan en el camino). Dudo que lo ocupe.
· Tuk-Tuk: Es el segundo medio más
utilizado y el equivalente a los taxis en Chile. Son unos vehículos de tres
ruedas con un asiento trasero techado dónde caben hasta 4 personas. Nuevamente
pueden ser hasta 6 si el conductor quiere. Tienen sólo un espejo en el lado del
conductor y son algo inestables. Lo he ocupado un par de veces.
· Piki-Piki: Son motocicletas pequeñas.
He visto algunas con hasta 2 pasajeros adultos o 3 cuándo son niños los que se
transportan. Si bien es una manera rápida de llegar a tu destino final, los
conductores son algo insistentes y se agrupan en pequeños guetos lo que hace
muy difícil negociar con ellos porque todos comienzan a hablar al unísono y al
final no entiendes nada. Algún día lo ocuparé.
Fuimos en un matatu rumbo a Kisumu.
En el camino a la ciudad se puede divisar un sector mucho más pobre que Riat, a
la izquierda de la carretera, rodeado por éstos recolectores llenos de agua,
estiércol y orines, dónde se ve cómo algunas personas sacan agua o incluso
bañan a sus hijos ahí (averiguaré el nombre del lugar). Al cabo de 10 minutos
en matatu ya estábamos en la ciudad.
Kisumu de día es caótica y activa. El
sol derrite las polvorientas aceras plagadas de tiendas de todo tipo mientras
que sobre las veredas prolifera toda clase de comercio ambulante. Acá la
economía es manejada por los indios que llegaron desde Asia para quedarse,
cuando aún el país era colonia inglesa, por lo que no es infrecuente verlos
caminar por la ciudad. Nuestra primera parada fue el banco y pude comprobar con
gran alivio que mi tarjeta funcionaba sin problemas. Luego fuimos a un lugar llamado
Green Garden dónde comí un plato delicioso (claro que para disfrutarlo hay que
ignorar el hecho de que las ratas pasean libremente por encima de sus
murallas). En Green Garden tuve la oportunidad de conocer a Sylas Maujih, un
hombre muy afable que es nuestro referente local. En un africano de piel
oscura, sonrisa fácil y ojos profundos que te dan la bienvenida en cada momento
que te cruzas con ellos. Se encuentra en sus treinta y estudia trabajo social
medio tiempo y trabaja en Kisumu Children Ministries el resto de la jornada,
una ONG que se encarga de pequeños en situación de riesgo. Durante unos treinta
minutos estuvimos conversando con Sylas acerca de Street Youth, el proyecto que
lidera Francisca y que ha sacado de las calles a un grupo de jóvenes que dormía
dentro de un vertedero a las afueras de la ciudad, empoderándolos a través de
la construcción y la administración de un gallinero.
Finalmente fuimos a un centro
comercial (si es que hablamos con eufemismos claro) dónde pasamos por el
supermercado y compramos crédito para internet. Luego caminamos en dirección al
Lago Victoria para tomar nuestro matatu de vuelta a casa.
Una vez en casa cocinamos con
Francisca arroz y lo mezclamos con cebolla morada, tomate, huevo y palta (todo
lo compramos a muy bajo precio en el mercado de Riat). La cena es el momento
del día en que compartimos con los dueños de casa: Keneth y Lily quienes junto
al pequeño Stanley comparten con nosotros los espacios comunes. Keneth tiene 28
años y si bien es un tanto uraño, una vez que te ganas su confianza se abre, te
cuenta de su vida y te invita a participar en ella. Trabaja como investigador
adjunto para ensayos clínicos con antiretrovirales para combatir el VIH en las
instalaciones que tiene la CDC en Kisumu. Lily tiene 21 años y es el polo
opuesto de Keneth. Siempre alegre y con un humor chispeante nunca escatima en
gestos a la hora de expresar sus emociones. Se encarga de la casa y cuida de Stanley,
el pequeño de tres meses hijo de ambos. Mientras cenábamos, la tarde se fue
rápidamente dando paso a la noche, con el canto de los grillos y las cigarras
en una orquesta estridente pero al mismo tiempo bella. Era hora de meterse
nuevamente al mosquitero y tratar de dormir un poco. Mañana sería un nuevo día.
Martes 03 – 07 – 2012
El Martes me
desperté sin ayuda, fui directo al baño y me crucé con Andrea en el camino quién
me miró con cara de incredulidad “¿Te vas
a bañar ahora? ¡Acá bañarse dos veces en menos de 24 horas es un crimen!” y
se rió mientras caminaba hacia al dormitorio. Mientras me humedecía las manos
para cubrir con jabón mi cuerpo, pensaba que tal vez el comentario de Andrea,
si bien era una broma que pretendía hacer más llevadera la rutina del baño,
tenía mucho de cierto porque en África el agua es un bien escaso y seguro
cuando comience la temporada seca ya no podré bañarme todos los días. Estaba en
esas cavilaciones cuando me percaté que sólo había ocupado un litro de agua para
retirar de mi cuerpo y mi pelo la espuma. ¿Increíble no? Mientras me secaba y
me vestía en la oscuridad del baño un sentimiento de profunda vergüenza
atravesó mi pecho como una estocada “¡Cuánta
agua he desperdiciado en Chile!”. Sentí pudor, rabia y mis ojos se
humedecieron sin poder evitarlo. Al salir del baño me prometí que no olvidaría
nunca esa media cubeta de agua.
Una vez listo,
Andrea me esperaba para tomar desayuno. El calor acá aplasta el apetito así que
me preparé un poco de avena con un yogurt mientras mi compañera se tomaba una
taza de café. Cuándo terminamos salimos de la casa rumbo a la carretera. Andrea
cruzó por el asfalto ardiendo y yo la seguí “Ahora
tenemos que subirnos a un matatu que nos lleva en dirección contraria a Kisumu,
hasta Kisian Junction” me explicó. El camino es más rústico, las casas
dejan de monopolizar el paisaje y le dan espacio a los árboles y plantaciones
de maíz. A medio camino aparece una ruta de asfalto con cableado eléctrico y
postes de luz que podría considerarse más bien un accidente en ese escenario.
Se trata de la entrada al centro que tiene la CDC en África Subsahariana, en
cuyas modernas instalaciones se llevan a cabo estudios para combatir los dos
grandes yugos del continente: VIH y malaria. Cuándo se divisa una rudimentaria
estación de gasolina el chofer del matatu para y carga una cantidad ridícula de
bencina con una veintena de pasajeros dentro sin molestarse en apagar el auto
mientras el motor se llena con el ambarino líquido. Andrea me mira y puedo
adivinar en sus ojos lo que está pensando “Un
día saldremos todos disparados por los aires”. Finalmente a unos metros de
la estación se encuentra Kisian Junction, un polvoriento lugar dónde se cruzan
dos caminos.
Caminar por Kisian
Junction es un anticipo a lo que ocurrirá cuándo el asfalto desaparezca y de
paso a la espesa vegetación. Conformado por una veintena de casas el punto
neurálgico de la zona es un mercado dónde las mujeres de Kisian venden de todo.
A diferencia de Kisumu, en esta zona ser el blanco de las miradas cobra un
doble significado y a tan sólo unos segundos de bajarse del matatu ya escuchas
cómo mientras te abres camino por los puestos de fruta, verdura y omena (un
pescado pequeño que obtienen del Lago Victoria y dejan secando al sol) te
gritan en kiswahili “¡Hey mzungu! ¿Abari?”
que significa “¡Hola blanco! ¿Cómo
estás?” Andrea no duda en responder casi al instante “¡Misuri sana!” que viene siendo “¡Muy bien!” y adultos y niños explotan en carcajadas porque sin
dudas resulta muy gracioso escuchar a una mujer blanca hablando su idioma. Una
vez que el mercado queda a nuestras espaldas cruzamos la carretera de Kisian y
nos introducimos por un angosto camino de tierra rodeado de árboles. “Aquí comienza el camino a Rota” dice
Andrea quien camina rápido mientras yo intento seguirle el paso.
Por primera vez
desde que llegué a Kenya siento que no me he equivocado y que todo lo que he
trabajado para llegar hasta aquí tiene sentido. Caminar bajo el sol por la
mañana evaporando el sudor sobre la piel vale la pena porque tomas conciencia
de lo que es realmente vivir en África. La ruta se abre por entre la vegetación
dónde predominan las plantaciones de maíz. El verde se mancha de vivos colores
dónde cientos de mariposas revolotean entre las flores y al batir sus alas bajo
el sol, parecen gotas de cristal. Caminando por ahí debes compartir el estrecho
sendero con vacas, cabras, cerdos y perros mientras el trinar de los pájaros
anuncia tu llegada en las pocas casas de madera y barro con techo de paja que,
de manera esporádica, aparecen a la vista. Entre los arbustos niños pequeños
con desdentadas sonrisas corren a tu encuentro gritando “Mzungu! How are you?” una de las pocas frases que saben articular
en inglés. Cuando caminas hacia ellos corren a esconderse entre las faldas de
sus madres quienes lavan ropa en los charcos de agua y te saludan con la
mirada. Una mirada que te invita a seguir caminado. Luego de 30 minutos puedes
divisar Rota.
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Caminando a Rota. |
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Niños salen a nuestro encuentro mientras caminamos. |
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Las mujeres cargan en su cabeza todo tipo de cosas: leña, agua y hasta los bolsos. |
Rota es una pequeña
comunidad al este de Kisumu a medio camino de la frontera con Uganda. Está
bellamente flanqueada de árboles y cercada en todo su perímetro por madera. Al
entrar puedes divisar a la izquierda un gran cuadrilátero con dos arcos y a la
derecha una construcción de barro sin puertas y ventanas dónde funciona la
escuela. Acá salen a tu encuentro una veintena de niños que corren hacia ti con
la intención de tocarte. Andrea conoce a la mayoría y bromea persiguiéndolos,
tomándolos en sus brazos y girando con ellos por los aires mientras la multitud
lanza gritos de júbilo. Aún cuando los has dejado atrás rumbo al dispensario,
puedes escuchar sus alegres voces apagándose poco a poco. ¡Te llenan el
corazón!
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Entrando en Rota. |
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Con los niños de la escuelita de Rota. |
El dispensario de
Rota se encuentra separado de la escuela por una cerca metálica. Lo conforman
dos pequeñas casas de concreto con techo de zinc. Por dentro el cielo raso está
desnudo dejando las vigas de madera a la vista dónde se puede advertir la
presencia de murciélagos, los cuales defecan, sin importarles como su guano va
cubriendo el interior de los recintos. La primera casa está compuesta por una
sala de espera y tres habitaciones: un box de atención para consultas de
morbilidad, otro para diagnóstico y control de pacientes seropositivos para VIH
y un laboratorio dónde se realiza la toma de sangre y que consta de un
microscopio que en estos momentos se encuentra en una gaveta acumulando polvo.
La segunda casa es más pequeña y también consta de tres habitaciones: en la
primera funciona la farmacia, en la segunda se realiza la antropometría y los
controles de embarazo y finalmente en la tercera funciona el vacunatorio dónde
un pequeño refrigerador a gas mantiene la cadena de frío. Tengo mucho que
contarles acerca del dispensario pero lo dejaré para más adelante.
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El dispensario. |
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Andrea con el personal de Rota Dispensary.
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Nos despedimos de Rota pasado el mediodía. Antes de tomar el matatu de vuelta a casa paramos en el mercado de Kisian dónde compramos unos plántanos enanos cuyo sabor es un poco más dulce que el de los que puedes comprar en Chile.
En la tarde fuimos
con Francisca y Andrea a The Laughing Buddha una fuente de soda dónde venden
milk-shakes muy helados y de muchos sabores “¡Si
tan sólo pudieran probarlos! ¡Son deliciosos!”. Andrea y yo tomamos un
milk-shake de Kit-Kat y Francisca uno de Ferrero-Rocher. Luego nuestros amigos
indios vendrían por nosotros para comer algo pero yo estaba agotado y además,
quería ver si podía volver en un matatu desde Kisumu hasta Riat por mi cuenta. Pese
a la negativa inicial de mis compañeras, Andrea se ofreció a dejarme en el
terminal de la ciudad para asegurarse de que me subiera al vehículo. Una vez
dentro del matatu, mientras el
pequeño vehículo avanzaba ruidosamente por las oscuras calles, mi temor poco a
poco desapareció. Cuándo divisé el mercado me bajé y caminé entre los puestos
iluminados por pequeñas fogatas hechas con papel y carbón giré a la izquierda y
encontré la casa. “¡Había tomado un
matatu por mi cuenta!” Me sentía ridículamente orgulloso de mi mismo y esa
noche dormí bajo el mosquitero con una gran sonrisa de satisfacción en mi
rostro. Al día siguiente volvería a Rota con Andrea para aprender a manejar el
Programa de Nutrición.
Miércoles 04 – 07 – 2012
Mi parte favorita
de cada día es cuándo me meto en la cama y el mosquitero me protege de los
molestos mosquitos, sin importar que la temperatura en mi habitación sea
sofocante o que el sudor humedezca mis sábanas hasta adherirlas a mi piel como
un tatuaje. Bajo el invisible manto blanco puedo descansar de los odiosos
insectos.
En eso estaba
pensando cuándo Andrea entró a chequear si me había despertado. Comprobé la
hora, eran las 7:55 de la mañana. La miré y de mi boca salió algo difícilmente
entendible. No era español, inglés o swahili, simplemente era yo aún dormido
bajándome torpemente de la cama rumbo al baño. Es increíble cómo poquito a
poco, todas estas pequeñas acciones van construyendo una rutina, ayudándome a
sentirme en casa. Tomamos el desayuno de siempre y salimos rumbo a Rota. Esta
vez más temprano porque era Miércoles y en el dispensario eso significa
Programa de Nutrición.
Contrario a lo que
pensaba, las largas caminatas hacia el dispensario ofrecen siempre algo
diferente para deleitar la vista. A mitad de camino, cuando el sudor resbala
por los párpados y escueza los ojos, una mujer de mediana edad con un vestido
de vivos colores que resaltan insultantes sobre su oscura piel, vende mandazis
(panes fritos de forma triangular hechos a base de agua, harina, levadura y
leche) y chapatis (tortillas fritas hechas de harina integral, sal y agua).
Cómo mis desayunos son frugales, verla ataviada en su traje amarillo y púrpura
es cómo encontrarse con un oasis en la mitad del desierto. Intercambiamos un
par de palabras y mientras el dulce sabor del mandazi me envuelve continúo
hacia Rota por otros 20 minutos.
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Todas las mujeres visten con vivos colores. |
Al llegar saludo a
los funcionarios, siempre alegres y con una sonrisa amplia enmarcando sus
blancos dientes. Andrea desaparece y luego de unos minutos regresa cargada de
libros, carpetas y hojas de registro. “Esto
es todo lo que necesitas saber sobre el Programa de Nutrición”. Yo miro el
montón de papeles con cara de incredulidad y luego busco la mirada de Andrea
que me confirma que no está para bromas. Mientras intento seguirle el paso y
asimilar un cantidad ridícula de siglas en inglés que probablemente olvide
cientos de veces el primer mes, la sala contigua comienza a llenarse de mujeres
y niños. Cuándo el reloj marca las 10:00am Andrea se pone de pie y sus ojos
verde oliva se clavan en los míos “¿Estás
listo?” y sin esperar respuesta me deja atrás para comenzar la rutina del
día. Yo aún aturdido ante tanta información apresuro el paso, la observo y voy
grabando cada detalle en mi cerebro, con la esperanza de que el próximo
Miércoles, cuándo ella ya esté en Chile, sea capaz de recordar un 10% de lo que
me ha explicado los últimos treinta minutos.
A medida que transcurre
la mañana pesamos, medimos talla y circunferencia del brazo de unos 10 niños aproximadamente.
Mientras registramos las cifras en una hoja diseñada para eso, vamos revisando
distintas tablas a fin de decidir si los pacientes continúan estando
desnutridos. De ser ése el caso, hay que ver si tienen desnutrición severa o
moderada, pues de esto último depende el tipo de suplemento que habrá que
darles: Plumpy Nut para los severos, Plumpy Soy para los moderados mayores de
dos años y un tercero para los más pequeños cuyo nombre no logro recordar ahora.
Son alrededor de las 13:30 cuándo hemos terminado de verlos a todos y de llevar
el registro correspondiente.
El Programa de
Nutrición está sistematizado, por lo que la primera impresión es que se trata
de un trabajo más bien sencillo. El problema surge después, cuándo te
encuentras con que además los pacientes están enfermos, muchas de sus
cuidadoras no hablan inglés y los mismos funcionarios del dispensario entregan
bajo cuerda, suplementos a pacientes que ya han egresado del programa. Si los
números a fin de mes no cuadran, entonces el Ministerio de Salud de Kenya corta
el suministro. Sólo este año se han admitido hasta la fecha 62 niños y
actualmente se encuentran activos 16 de ellos. ¿Qué sucede con el resto? La
mayoría han mejorado, otros han fallecido o simplemente se han olvidado de
traerlos.
El camino de
regreso a Riat se me hace agotador. Son cerca de las 14:00 y al ver que las
nubes se cierran ocultando al inclemente sol africano, suspiro y doy gracias
por ese pequeño gesto que Dios tiene conmigo. Es increíble cómo todas las
pequeñas cosas que antes me eran indiferentes, ahora cobran importancia y me
llenan de dicha.
Llego a la casa y
me desplomo en el suelo de la sala de estar. Reviso el dorso de mi pie
izquierdo. Hace un día que esta hinchado y caliente, seguro se trata de una
celulitis. Parece que no quiere mejorar pero en mi botiquín cuento con tan sólo
una veintena de cápsulas de Cloxacilina y son demasiado valiosas cómo para
tomar la apresurada decisión de utilizarlas a menos de una semana de haber
llegado. “Resiste otro día. Tal vez
mañana se encuentre mejor” pienso y luego de tomar una gran bocanada de
aire, lanzo un sonoro suspiro, recobro las fuerzas y me dispongo a pasar el
resto de la tarde estudiando y escribiendo.
Ya es tarde y debo
irme a la cama. Antes de abrirme paso por el mosquitero debo revisar mi pie. Se
encuentra levemente mejor “¡Que alivio!”.
Sonrío para mí y luego me pongo a llorar “Por
Dios es sólo una diminuta herida en el pie. ¡Tampoco es para tanto hombre!” me
digo, algo molesto conmigo por mi reciente derroche de sensibilidad. Mientras termino estas líneas ya se
acerca la medianoche. Andrea y Francisca se fueron a dormir y se que debo hacer
lo mismo. Mañana será mi primer día en Kisumu District Hospital y no puedo
llegar tarde.
Jueves 05 – 07 – 2012
Eran las dos de la madrugada
y no podía conciliar el sueño. Sin embargo la aparición de un comensal
inesperado en la mitad de la sala de estar me puso de vuelta a la cama en menos
de un minuto. Su oscuro cuerpo contrastaba violentamente con las blancas
baldosas que afanosamente Lily limpia todas las mañanas. Se trataba de una
cucaracha. Pero una de dimensiones exageradas. Cuándo advirtió mi presencia sus
alas se desplegaron y comenzaron a batir suavemente. No pude evitar recordar el
cuerpo de Gregorio Samsa tumbado hacia arriba pudriéndose lentamente en la
mitad de una oscura habitación, y una ola de repugnancia recorrió mi espinazo.
No alcancé a verla emprender vuelo porque, en un subidón de adrenalina, me escondí
en mi cama protegido por el mosquitero a varios metros de distancia. Maldije a
Franz Kafka varias veces antes de caer dormido.
Me desperté
cubierto de sudor. Eran las 6:50 y me hice el ánimo para salir de la cama. Una
vez en el baño, el agua fría me despertó violentamente, calmando mi dolor de espalda
que resentía los 20 litros de agua que había sacado del pozo hace 2 días. Al
llegar a la sala de estar me encontré con Lily y le conté mi encuentro de la
noche anterior “Ohh get used to it honey.
That creatures are everywhere and I have seen it bigger than that” algo así
como “Ohh, anda acostumbrándote cariño.
Esos bichos están por todos lados y yo los he visto mucho más grandes de lo que
cuentas.” Traté de no pensar en lo inevitable de nuestro próximo encuentro
y me preparé algo para desayunar.
Estaba terminando
de comer cuando Andrea apareció aún en pijamas. “Eso está muy hinchado” me dijo mientras inspeccionaba con sus ojos
claros mi pie izquierdo. Resignado partí a buscar Cloxacilina pero al cabo de
unos minutos hurgando en mi botiquín, me di cuenta de que no la había traído
conmigo. Afortunadamente acá venden antibióticos sin receta y a un precio
ridículo.
Salimos de la casa
muy temprano y mientras viajábamos en matatu rumbo a Kisumu District Hospital
(KDH), la interrogué con respecto a su trabajo ahí. Andrea me explicó que en
Kenya existen los Clinical Officers que estudian tres años y luego ejercen
medicina en los consultorios y hospitales y los Medical Officers que estudian
siete años y supervisan el trabajo de los primeros. Lamentablemente en el país
sólo existen dos universidades que imparten medicina, los cupos son reducidos y
entrar es complicado. Con más de 36 millones de habitantes viviendo en Kenya,
eso significa que existe 13 médicos por cada 100.0000 personas, mientras que en Chile la razón es de 109
por cada 100.000. ¿Qué diferencia no? Ahora entiendo por qué esto es tan
importante y frente a las adversidades del día a día voy repitiendo esa cifra
en mi cabeza como si de un mantra se tratase.
El matatu nos dejó
en el sector de Agha-Khan. Este punto de Kisumu llama la atención porque en él
se concentran edificios que destacan entre las precarias construcciones locales:
Agha-Khan Hospital (una de las dos clínicas privadas), Agha-Kan Private School
(una de las pocas escuelas privadas de la ciudad) y Agha-Khan Sport Club (el
club de deportes que cuenta con canchas de tenis y fútbol en su interior).
Cuando sales del perímetro que rodea las cuatro esquinas la cruda pobreza
vuelve a dominar las calles y al caminar por ellas nos cruzamos con un grupo de
cuatro hombres de mediana edad que revisan la basura bajo el calor sofocante,
con la esperanza de encontrar algo de comida. No alcanzamos a avanzar muchos metros
más cuándo otros dos hombres aparecen ante nosotros con botellas de plástico
adheridas a su mentón con cinta adhesiva. “Ellos
colocan dentro de la botella un pegamento y mientras caminan lo van inhalando”
me explica Andrea.
Seguimos caminando
y cruzamos el Jomo Kenyatta Park, un gran parque público bautizado así en honor
al primer presidente que tuvo el país al alcanzar su independencia en 1963. Sobre
la verde hierva vemos a un grupo de wazungus (plural de mzungu) organizando un
partido de fútbol para la paz en África. A juzgar por su apariencia,
probablemente se trate de voluntarios de Estados Unidos (acá la mayoría de los
blancos sólo viene por uno o dos meses).
Llegamos al KDH
alrededor de las 9:00am y puedo ver que se trata de una serie de antiguas
construcciones de concreto de un piso en cuyas paredes aparecen pintados con
letras blancas sobre un fondo negro los distintos servicios: “Ward 5” (cirugía),
“Ward 2” (pediatría), etc. Éstas se encuentran desperdigadas por un terreno de
alrededor de 4 hectáreas, dónde abunda la tierra y escasea la vegetación.
Caminamos y nos abrimos paso entre policías armados con sendas metralletas
rusas custodiando a un puñado de hombres con harapos blancos y franjas negras
de aspecto poco saludable, con sus frágiles tobillos y muñecas firmemente
esposados. “¿Son presos?” pregunto y Andrea me responde sin posar su mirada
en ellos “Acá los presos deben prestar
servicio comunitario” y mientras me explica esto puedo advertir que algunos
cargan carretillas llenas de tierra color terracota. Llegamos al centro del
recinto y preguntamos por el Dr. Otedo (director del KDH) pero nos dicen que se
encuentra en una reunión y debemos esperarlo en una pequeña antesala dónde el
calor es sofocante y entran y salen diferentes funcionarios. La mayoría
reconoce a Andrea y la saludan entusiastamente y ella les explica en inglés que
yo soy el nuevo médico chileno. Luego de dos horas de espera el Dr. Otedo nos
recibe amablemente y en una reunión que dura a lo sumo dos minutos acordamos
vernos al día siguiente para que le entregue una carta de Africa Dream y mi
título convalidado. Nos despedimos y caminamos en dirección contraria, pero antes
de llegar a la salida Andrea dobla a la izquierda en dirección a un edificio
que no había visto antes. La construcción, también de una planta, es
notoriamente nueva y construida con materiales de mejor calidad que las que
visitamos primero. “Tenemos que
presentarnos con el Dr. Kwambai” mientras entramos al recinto me cuenta que
él es el jefe del estamento médico. Como era de esperar, no se encuentra en su
oficina. “Acá nadie llega a la hora y te
pueden hacer esperar todo el tiempo que quieran sin si quiera molestarse en
pedir disculpas”. Resignados nos retiramos del hospital con la esperanza de
encontrarlo al día siguiente.
Al salir de KDH nos
dirigimos a una feria artesanal que queda a unos 15 minutos del hospital.
Andrea tiene que comprar regalos para sus familiares y amigos. Cuándo termina
la calle Andrea dobla a la izquierda y me anuncia “Ya llegamos”. Ante mis ojos y en un estrecho camino de tierra, dos
largas hileras de tiendas de madera se extienden hacia el infinito. Sólo hemos
estado ahí 30 segundos cuando los diferentes locatarios comienzan a gritar “Hey Mzungu! Come and see, to have a look
it’s free!” lo que se traduce como “¡Hey
blanco! ¡Ven a ver, mirar es gratis!”. Luego de unos minutos en la feria ya
hemos visto de todo: máscaras africanas, animales de la sabana, pinturas, aros,
collares y pulseras. La excitación inicial al cabo de una hora bajo el fuerte
sol da paso al tedio y al hastío. Francisca se nos une a la mitad del recorrido
y advierte el aburrimiento en mis facciones “No
pongas esa cara, mira que en tres semanas más tendrás que acompañarme a mi”
me dice y termina la frase sacándome una sonrisa.
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Mercado de artesanía en Kisumu. |
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Telas de vivos colores. |
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Terminando el recorrido agotado de ver tantas tiendas. |
Luego de la feria nos
vamos a comer algo a Green Garden y cuando ya son las tres de la tarde volvemos
a casa. Andrea se queda en Kisumu “Gracias
por acompañarme. Anda a casa, no te preocupes que yo te compro la Cloxacilina”
me dice y yo acepto sin pensarlo dos veces. En el matatu camino a Riat siento todo
el cansancio de los días en África en mi cuerpo. Me pesa la cabeza, la espalda
me mata y mi pie izquierdo en vez de mejorar, empeora. Al llegar a casa trato
de escribir un poco pero me vence el malestar. Me acuesto y el calor me aplasta
contra la cama. Despierto luego de
una siesta de dos horas, aún me siento decaído pero pongo mi mejor esfuerzo
para salir de la cama. Andrea me ha dejado el antibiótico a mano así que tomo
una cápsula de Flucloxacilina y dos comprimidos de Paracetamol y al cabo de una
media hora ya me estoy sintiendo un poco mejor.
En la noche estamos
invitados a la casa de Dhirajlal o “Jay”, uno de los amigos de Andrea y
Francisca. No tengo ganas de ir pero sería la segunda vez que rechazo una
invitación esta semana y me parece de mala educación no aceptar. Todos han sido
muy amables conmigo desde que llegué y es importante tener con quien contar,
especialmente cuando me encuentre solo. Jay y Samil o “Hippo” (las niñas lo
llaman así cariñosamente por su semejanza con los hipopótamos) pasan por
nosotros a las 19:00 y nos llevan por las calles de Kisumu hasta Milimani, un
sector muy bello de la ciudad, dónde hay grandes casas con guardias custodiando
las entradas. La familia de Jay es india y nos esperan con una comida
deliciosa. Mientras esperamos con unas Tusker bien heladas la madre de Jay, que
luce hermosa en su sari color granate nos trae la primera delicia india: Bhujia
(rodajas de papas rebozadas en harina de garbanzos y sazonadas con cilantro).
Al cabo de una hora, sobre una gran mesa se despliegan diferentes platos
típicos de la gastronomía del país asiático: Dhal (salsa picante hecha a base
de legumbres y acompañada de arroz), Palak Paneer (vegetales con queso paneer y
crema) y Goat Curry (carne de cabra sazonada con muchas especias, entre ellas:
ají, albahaca, azafrán, cardamomo, comino y jengibre). Comienzo a comer y me
doy cuenta de que es la comida más picante que he probado en toda mi vida, miro
a mi alrededor para confirmar si alguien más en la mesa siente adormecida la
boca y sólo Andrea parece adivinar mi pensamiento. Finalmente traen a la mesa
Gulab Jamun (bolitas de masa fritas en aceite hechas con leche en polvo y
harina y endulzadas con azúcar, agua de rosas y cardamomo) y el dulce sabor
calma el incendio en mi boca.
La noche está tibia
y Jay nos trae a casa. El reloj marca las 23:10 y bajo el blanco entretejido
del mosquitero me voy sintiendo más liviano y el dolor va desapareciendo hasta
convertirse en una molestia casi imperceptible. Antes de cerrar los ojos sonrío
contento por haber aceptado la invitación y agradecido por tener en mi camino
personas que abren las puertas de sus casas a alguien que viene de tan lejos.
Viernes 06 – 07 – 2012
Me levanté temprano
y caminé a tientas por el pasillo con los ojos aún cerrados rumbo el baño. Me
tardó un par de minutos caer en cuenta de que no había agua para lavarme y la
sola idea de tener que ir a buscarla al pozo detonó mi dolor de espalda que
hasta el momento creía, había desaparecido. Sin más remedio tuve que traer una cubeta de agua y luego del
baño ya me sentía agotado.
Andrea despertó más
tarde y me acompañó con un café con leche. Salimos rumbo a Kisumu un poco antes
de las nueve y pasamos al centro a sacar fotocopias de los distintos documentos
que debía entregar a los doctores Otedo y Kwambai. Llegamos al KDH antes de la
hora acordada, pero cómo ya habrán adivinado, ninguno de los dos había llegado
aún al hospital así que dejamos los papeles y fuimos a recorrer el recinto.
Entrar en las
diferentes instalaciones que constituyen el hospital es algo de otro mundo. Compuestas
en su mayoría por tres habitaciones de pequeñas dimensiones dónde las camas
metálicas se disponen en grupos de hasta seis o siete, tan continuas una de
otra que difícilmente puede uno caminar entre ellas. El gris insípido del
concreto crudo se propaga como una enfermedad por las paredes, el piso y el
cielo raso del cual cuelgan numerosos mosquiteros azules. Rara vez los grifos
de agua funcionan y las moscas vuelan sobre los cuerpos acostados cómo
presagiando un mal augurio. En el Ward 6, dónde funciona ginecología, Andrea me
presenta a Tadeo Masawa, un médico general que estudió en Cuba y con el que intercambiamos
un par de palabras en un español bien fluido. Luego salimos de ahí rumbo al
Ward 2 dónde están los pacientes pediátricos. Al entrar mi corazón se encoge. A
pesar de los elefantes y jirafas pintados sobre las oscuras paredes la escena
está muy lejos de ser colorida. Dispuestos en diminutas habitaciones hay un
centenar de niños, en la mayoría de los casos, más de dos o tres por cada cama.
Las madres se agrupan alrededor de ellos buscando un espacio vacío dónde
acomodarse. Mientras avanzo, niños visiblemente desnutridos luchan por combatir
malaria, sida y tuberculosis. Aún puedo recordar sus fatigados rostros al
cerrar mis ojos.
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Unos pequeños a las afueras de uno de los Ward. |
Finalmente acompaño a
Andrea a la farmacia y al laboratorio. Salimos y al mirar a mi derecha veo a
una multitud cantando y llorando estrepitosamente. “Esa es la morgue” me explica y puedo ver a los matatus cargando en
el techo los ataúdes. “Todos los Viernes
es igual. Acá mueren personas todas las semanas y el lugar no da abastos”
finaliza y mientras nos alejamos le propongo que vayamos por uno de los
deliciosos milk-shakes de The Laughing Buddha. Necesito distraer mi mente de
todo lo que la ocupa en ese momento. Sentados en una mesa afuera, mientras la
gente camina en diferentes direcciones Andrea me dice “¿Sabes? Cuando llevas un tiempo en África hay un momento en el que
dejas de ver personas negras en la calle y sólo ves personas” y mientras me
termino mi milk-shake reflexiono sobre el hermoso significado encerrado en esas
palabras.
Salimos de ahí rumbo a la
zona de la ciudad dónde trabaja Francisca con los jóvenes del proyecto Street
Youth. Para llegar debemos ir hasta el Terminal. Andrea me mira y sonriendo me
pregunta “¿Te gustaría hacer el recorrido
en piki-piki?” y luego de negociar el precio varias veces con distintos
motociclistas, nos decidimos por uno y hacemos el viaje montados los tres en su
pequeña motocicleta. Durante los breves minutos que dura el recorrido,
agradecido disfruto el viento que seca el sudor de mi cuerpo. Al llegar al
terminal tomamos un matatu y nos bajamos en Cundele, un barrio de Kisumu mucho
más pobre en comparación con las otras zonas en las cuáles he estado. Caminamos
un par de pasos y Francisca sale a nuestro encuentro. Mark y Stephen están dentro
de la casa preparando un almuerzo para despedir a Andrea. Almorzamos los cinco.
Los chicos cocinaron arroz, repollo, carne de soya y matoke (plato típico de
África Central hecho a base de plátanos verdes cocidos mezclados con ajo,
cebolla y pimentón). Disfrutamos la comida y nos vamos muy agradecidos por el
tremendo gesto de cariño hacia Andrea.
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A la izquierda matoke, al centro repollo cocido y a la derecha carne de soya. |
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Andrea y Fran disfrutando el almuerzo de despedida. |
Francisca conoció a Mark
y Stephen de entre un grupo de jóvenes que, por diferentes razones, habían
terminado viviendo en un vertedero a las afueras de Kisumu. La mayoría de ellos
han tenido problemas de adicción y no han finalizado los estudios secundarios.
En este escenario Francisca vio un nicho dónde volcar sus ganas de trabajar.
Juntos construyeron un gallinero, compraron pollos, los alimentaron y vigilaron
celosamente su crecimiento y ahora se encuentran próximos a vender los primeros
huevos. Estos jóvenes, que se han mantenido alejados de las calles desde que
Francisca entró en sus vidas, son un ejemplo de lo mucho que alguien puede
hacer con tan pocos recursos. Francisca volverá a Chile en un mes, pero dejará
una marca indeleble en Mark, Stephen y los demás.
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Mark y Fran. |
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Yo con las gallinas.
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El resto del día
transcurre sin novedades. Sólo les puedo decir que hoy me iré a la cama
pensando que a sólo dos días para que concluya la semana me voy habituando a
esto. Difícil o no, siempre me voy a la cama con una sonrisa en el rostro.
Sábado 07 – 07 – 2012
Me levanté y fui
por más agua y al abrir el grifo del pozo mi rostro se llenó de preocupación.
El chorro se había vuelto débil y pequeño y habían más gusanos que los de
costumbre. “Se nos está acabando el agua”
me explicó Lily que venía con dos cubetas vacías a buscar más agua para lavar
la ropa de la semana. Mientras estaba en eso pensé “Si no llueve pronto, tendré que comenzar a usar la letrina y disminuir
la frecuencia del baño a dos o tres veces por semana” entonces, mis ojos se
fijaron en el intenso azul del cielo buscando alguna nube oscura que atenuara
mis tribulaciones, pero al no encontrarla reanudé mis actividades resignado a
que no llovería en los próximos días. Cuándo Andrea y Francisca despertaron me
explicaron que aún no era la temporada seca y que todavía en Agosto y
Septiembre hay monzones. “Habrá que
seguir esperando” Me repito y sonrío al encontrarme tratando de recordar la
danza de la lluvia de los indios de las películas del lejano oeste que tanto le
gustan a mi papá. “¡Si tan sólo hubiese
visto una de esas películas contigo! ¡Los Sábados por la tarde me invitabas a
que me acostase a tu lado a verlas y yo siempre rechazaba tu invitación porque
las encontraba tan aburridas!”.
La tarde me la pasé
revisando los archivos del computador de Andrea. Entre ellos había mucho
material útil para mi futuro trabajo. Luego de eso me dediqué a estudiar. Tengo
muchísimo que aprender.
Hace unos días
atrás me compré lápices de diferentes colores y un gran libro. Es parecido al
que usaban los profesores antiguamente en las escuelas para escribir
anotaciones. El empastado es de un material muy firme de color negro. He comenzado a traspasar mis escritos
al libro y entre las hojas voy dejando fotos y diferentes recuerdos que he ido
juntando hasta ahora en mi viaje. Estoy seguro que será mi gran tesoro cuando
vuelva a Chile. La sola idea de sentarme el próximo año con todas mis sobrinas
en el gran sillón de la sala de estar en Punta Arenas a repasar juntos sus
hojas, para entonces repletas de color, me llena de felicidad y nostalgia ¡Las
extraño tanto!.
En la noche fuimos
con Andrea y Francisca a Roof Top. Llegamos al lugar alrededor de las 20:00, la
noche estaba tibia en la azotea del edificio de cinco plantas y mientras nos
tomábamos Tusker bien heladas recordamos a carcajadas nuestros tiempos de
infancia y lo particular que fue la década de los 80’s (tanto que en Chile la
serie que recuerda esa época de nuestra historia se convirtió en una de las más
vistas en los últimos años). A eso de las 22:00 nuestros amigos indios se nos
unieron y fuimos a The Laughing Buddha dónde terminamos conversando
animadamente y sacando fotos para que Andrea lleve consigo el recuerdo de todos
los que, en un año, terminaron convirtiéndose en su familia a este lado del
Atlántico.
Mañana será un día
largo. Nos esperan varias horas de viaje hasta Nairobi. Afortunadamente esta
vez será en auto. Andrea no quiere hablar del viaje, el tema es sensible. “Cuándo dejas Chile sabes que volverás
dentro de un año. Cuándo dejas Kenya, no sabes si volverás algún día”
agrega Francisca y nos vamos a la cama. Es el término de una semana más en
Kisumu: la última de Andrea y para mí, la primera de muchas.
Domingo 08 – 07 – 2012
Era muy temprano,
no puedo recordar exactamente la hora, pero el cielo aún estaba teñido con el
violeta tan característico de los amaneceres aquí en África. Me desperté
asustado porque afuera era tanto el ruido que si hubiese cerrado mis ojos, bien
podría haber estado en las graderías del Estadio Nacional durante un clásico
entre Colo-Colo y Universidad de Chile. Se trataba de un pastor que vive cerca
de nuestra casa y que todos los Domingos al amanecer, sale a recorrer las
calles con su megáfono y predica sus preceptos. Cómo lo hace en kiswahili es
imposible saber a qué religión adhiere, pero a juzgar por la ira que cargan sus
guturales palabras, seguro está anunciando calamidades para todo aquel que no
comparta sus febriles creencias. Busco medio dormido mi iPod y decido arder en
las llamas del infierno antes que poner un pie fuera del mosquitero.
Son las diez de la
mañana y Lily nos saca de la cama a los tres. Ha preparado uno de los platos
favoritos de Andrea para su último desayuno en Kisumu: mandazis. Nos sentamos
todos en la mesa y mientras bebo un poco de café con leche y pruebo uno de los
deliciosos panes triangulares trato de adivinar qué estará sintiendo Andrea en
ese preciso momento. Volver a Chile luego de un año en África debe ser aún más
difícil. Yo llevo tan solo dos semanas acá y ya siento que mi alma pesa unos
gramos más. Se que está triste pero probablemente nunca podré dimensionar lo
que está sintiendo hasta dentro de un año, cuando yo esté en su lugar.
Por primera vez en
Kenya me siento solo. Andrea y Francisca han hecho este viaje juntas y un hilo
invisible las conecta la una a la otra en un complejo tejido. Sin embargo con
la partida de una de ellas, ese hilo se hace visible ante mis ojos. Francisca
sabe lo que sucede en el corazón de Andrea ¿Cómo no saberlo si ella también se
marcha en un par de semanas? ¿Cómo no saberlo después de tantos meses viviendo
juntas? Es entonces cuándo me doy cuenta que mi llegada quiebra el bello
equilibrio entre ambas: Andrea taciturna y reservada y Francisca alegre y
extrovertida. Es entonces cuándo comprendo que mi ciclo comenzará cuando
Francisca se vaya y me quede solo.
Llevamos las
maletas afuera y dejamos a Andrea a solas con Lily y Keneth para que pueda
despedirse de ellos. Afuera nos esperan nuestros amigos indios quienes se han
ofrecido para llevarnos en auto hasta la capital. Luego de haber viajado por
esa carretera polvorienta en tan malas condiciones es una alegría contar con
ellos en estas circunstancias.
Tomamos la ruta
principal pero antes de salir de Kisumu la policía local detiene el auto. El
oficial, un hombre de mediana edad, mira el asiento trasero y sus ojos sin
expresión repasan nuestros blancos rostros sin detenerse realmente en ellos.
Luego de un intercambio de palabras en kiswahili, uno de nuestros amigos saca
algo de dinero y se lo entrega. Entonces el policía nos muestra todos sus
dientes y por supuesto, ninguno de nosotros le devuelve la sonrisa. Mientras
nos alejamos de la ciudad un sentimiento de impotencia me envuelve y pienso que
África nunca dejará de ser África.
El viaje es largo.
La carretera está construida con un material de mala calidad y tiene tan sólo
dos carriles. En varios puntos se interrumpe violentamente para ser reemplazada
por tierra. En las próximas 6 horas el camino con sus verdes plantaciones de té
va quitando el sabor amargo de mi boca y me llena de satisfacción. Cuándo
comienza a atardecer Andrea me avisa que el sol se está escondiendo. Mis ojos
no habían visto hasta entonces nada tan bello como eso: por mi derecha un
enorme y perfecto círculo rojo descansaba sobre el verde valle y al mirarlo
proyectaba un tibio fulgor que acariciaba tus ojos en lugar de dañarlos.
¡Hermoso!
La noche cae y
mientras subimos las verdes colinas un aire helado y húmedo se cuela por las
ventanas. Lamento no haber traído algo más abrigado conmigo y casi puedo ver reflejados
en el vidrio del auto los rostros de mi mamá y mi tía Sandra próximas a llamarme
la atención por mi reciente descuido. Afuera está oscuro y ante la ausencia
total de cableado eléctrico, las luciérnagas iluminan el camino con su tenue
luz.
Llegamos a Nairobi entrada
la noche. El hotel es confortable y mientras nos repartimos en las diferentes
habitaciones, Francisca y yo agradecemos la presencia de agua en nuestros
respectivos baños celebrando en la mitad del pasillo con nuestras infantiles
muecas. Al cerrar la puerta de mi habitación me acuesto y caigo rendido. No
pasan ni dos minutos y ya estoy dormido. Mi segunda semana en África ha finalizado.